Activista por la paz de América Latina y el Caribe
Los acontecimientos que nos marcan, las influencias que recibimos de la familia y los entornos, las habilidades que desarrollamos para gestionar las dificultades, la postura que asumimos ante las circunstancias, así como las decisiones que tomamos sobre lo que queremos para nosotros mismos y para quienes amamos, configuran nuestra historia de vida, con sus memorias, aprendizajes, recuerdos, sentimientos, aciertos y equivocaciones, y ella, a su vez, incide no solo en lo que somos, sino en lo que buscamos ser, es decir, en el propósito que marcamos para nuestra existencia. Y justo por sus vivencias, fue que Richard Jones (“Rick”) decidió convertirse, desde muy joven, en un decidido y activo CAMINANTE DE LA PAZ.
El menor de cinco hermanos, nacido en un pueblo del estado de Nueva York (EE. UU.), tuvo que afrontar durante su adolescencia tres pérdidas inesperadas: a sus 12 años perdió a su hermano mayor en un incomprensible accidente de tránsito causado por alguien que conducía en estado de embriaguez; poco después, a otro hermano, en similares circunstancias, y dos años más tarde, a su madre. Aquellos momentos lo obligaron a desafiar sentimientos dolorosos y a cuestionarse sobre su proyecto de vida: “Yo no sabía qué iba a hacer, pero decidí que fuera lo que fuera, tendría que ser algo que diera vida y valiera la pena”.
Al mismo tiempo, por fuera del hogar también se enfrentaba al miedo y la desazón que generaba la Guerra Fría: “Nos enseñaban que todo lo de Estados Unidos era bueno y todo lo de la Unión Soviética, malo. Y siendo un escolar, nos hacían aprender a escondernos bajo el escritorio, por si caía una bomba. Yo pensaba que eso era ridículo, pues no nos salvaría, pero me hizo descubrir que la posibilidad de una contienda nuclear era real. Así que en octavo grado comencé a protestar, a manifestar que lo que había que hacer no eran esos absurdos simulacros, sino poner fin a la confrontación, reconociendo las diversas posiciones”.
Al culminar su secundaria, eligió estudiar Literatura y Filosofía en una universidad jesuita, y aquello le generó aún más consciencia sobre los problemas sociales del mundo, especialmente en un curso llamado Fe, Paz y Justicia, donde integraban una fe activa con una dimensión política y de desobediencia civil: “Solo lo tomamos seis estudiantes, de más de 2 mil que tenían ofrecido el curso, y fue clave en mi formación porque por primera vez unía varios hilos de mi vida desde la fe y el deseo de paz y justicia”.
Tras culminar esa etapa, decidió unirse al cuerpo de voluntarios jesuitas en la ciudad de Detroit, la más poblada del estado de Michigan. Más del 90% de los habitantes era afrodescendiente vulnerable, había más de un 50% de desempleo y los niveles de violencias eran los más altos de todas las urbes del país. Fue en ese contexto donde Rick emprendió su trabajo comunitario: “Eran tiempos de contracorriente. El presidente Reagan tenía una filosofía para favorecer a las personas económicamente poderosas y privilegiadas, y quitar los derechos a los pobres. Para entonces, yo había escrito mi tesis sobre la libertad de expresión y la seguridad nacional, tomando como caso de estudio a El Salvador, y había empezado a convivir con personas que también se estaban comprometiendo con la paz. Eso me sirvió porque llegaban cientos de familias salvadoreñas buscando entrar a Canadá. Como había poca gente que hablara español, y yo lo había aprendido, me invitaron a conocerlas y a dialogar con ellas. Escuché historias de primera mano sobre tortura, violación y guerra, y todo eso me llevó a incluir en mi activismo la protesta para hacer visible lo que ocurría en ese país”.
Se refiere a lo sucedido entre 1979 y 1992, aproximadamente, con el choque entre las fuerzas del Estado y la organización guerrillera Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) durante la guerra civil de El Salvador. Entonces, cuando el conflicto era muy complejo, en 1988, Rick hizo una breve estancia en ese país para comprender mejor la situación, de la mano de activistas importantes como Segundo Montes, académico, filósofo, docente, sociólogo y sacerdote jesuita español, nacionalizado salvadoreño, quien se desempeñaba como director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA).
Lejos estaba el imaginar que al año siguiente se enteraría de que Montes y otros cinco jesuitas, una empleada y su hija adolescente serían asesinados una madrugada en la casa sacerdotal del campus universitario, a manos del gobierno de turno y sus fuerzas militares (entrenadas y financiadas por los Estados Unidos), con la excusa de que la UCA era un “refugio de subversivos” y, los jesuitas, “inhumanos e inmorales” solo porque manifestaban abiertamente estar a favor de los diálogos y la negociación.
Ese terrible crimen sería el detonante de su decisión definitiva: dedicarse en pleno a trabajar por la paz. “Yo les dije a mis compañeros: ‘si somos coherentes, nos debemos ir a acompañar a ese pueblo y a continuar con los esfuerzos de esos sacerdotes’, así que llamé a algunos conocidos y ellos me ayudaron a venir”.
Inició, entonces, su vinculación con la Arquidiócesis de San Salvador, donde se enfocó en temas de desplazamiento interno y en poner en ejercicio su opción por la dignidad de los menos favorecidos: “Hay que recordar que la guerra dejó más de un millón de personas desplazadas; casi el 30% de la población en este momento. Eran campesinos que solo cargaban poca ropa, no tenían nada. Muchos venían de comunidades de base. Por lo general, tenían baja educación formal: la mayoría, un segundo o tercer grado, si mucho un sexto. Sin embargo, tenían una visión bíblica de la justicia y la paz impresionante. Así que trabajé con muchos buscando crear opciones de empleo y desarrollar capacidades para la organización comunitaria”.
Con esas experiencias y aprendizajes en su haber, cuatro años después regresó a su país natal para cursar una Maestría en Relaciones Internacionales y Estudios de Ciencia Política en América Latina. Al graduarse, sin pensarlo dos veces, regresó a Centroamérica, esta vez a Nicaragua, como parte del equipo de Catholic Relief Services (CRS), la Cáritas de los Estados Unidos: “Era el año 97 y se adelantaba un proceso orientado a aprender a ‘construir paz’, porque, aunque se tenían muchos programas, ese no era en ese momento el foco prioritario. Así que creamos y llevamos comisiones de justicia y paz a las montañas donde no había jueces ni policías, y donde los conflictos se resolvían con pistolas y machetes (zonas azotadas por exsoldados, excontras y grupos delincuenciales que saqueaban con frecuencia las comunidades), con el objetivo de promover los derechos humanos y buscar la solución de forma pacífica, logrando bastante impacto en la zona central del país”.
Rememoremos que, tras el derrocamiento de la dictadura de Anastasio Somoza (y, con ello, de la dinastía de la familia Somoza, que había gobernado a Nicaragua durante décadas), en julio de 1979 comenzó un fuerte conflicto entre los contrarrevolucionarios o miembros de la autodenominada Resistencia Nicaragüense (los “contras”, que contaban con la financiación de los Estados Unidos), y el gobierno que asumió el poder, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), que se mantuvo hasta 1990.
De todas formas, en 2001, con motivo de dos devastadores terremotos en El Salvador, Richard regresó con CRS a ese país para atender a las víctimas y, luego, para liderar programas con migrantes y jóvenes, lo que le posibilitó acercarse a otros relatos y hechos de constante violación a los derechos humanos que evidenciaban un desconocimiento de ellos por parte de la mayoría de la población y que, incluso, los encaraban con el dolor y sus profundas consecuencias tanto para las personas y familias, como para las comunidades: “Realmente no sabíamos cómo abordar el duelo; lo conocíamos, pero en esa época, apenas se nombraba”. Así que este tema adquirió profundo interés para este constructor de paz, al unir su experiencia personal con el duelo con los efectos que veía en cientos de personas que no habían desarrollado capacidades de resiliencia.
Así pues, el trabajo en diversos contextos y territorios con víctimas y victimarios de conflictos, jóvenes y familias con profundas desigualdades y graves problemas sociales, actores decisorios en los territorios, miembros de la Iglesia católica y la sociedad civil, hizo que Rick, aun con CRS, fuese consolidando sus conocimientos y propósitos a favor de la paz para irradiar sus inquietudes, preocupaciones, talentos y conocimientos a otros países latinoamericanos. Ejemplos son su colaboración con el Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (CELAM) y la Secretariado Latinoamericano y del Caribe de Caritas (SELACC) en la Comisión de Paz, Derechos humanos y Democracia, así como su participación en diversos equipos tratando de apoyar la formación y acciones a favor de los derechos humanos; la promoción de estudios y reflexiones sobre la pastoral de los derechos humanos con colegas de otros países (escribió un libro al respecto con Rosa Inés Floriano, de Colombia); el diseño y orientación de programas de formación para una pastoral social transformadora; el acompañamiento a diferentes instancias de la Iglesia latinoamericana en procesos políticos de paz (en el caso de Colombia y otros países), o de búsqueda de soluciones a problemas sociales derivados de la pobreza, los conflictos o los fenómenos naturales (en Haití, República Dominicana y México, entre otros). También ha liderado programas de atención y formación de jóvenes que hacen o hicieron parte de pandillas u otro tipo de grupos al margen de la ley (en México, Guatemala, Nicaragua y El Salvador), y ha planificado y dirigido otros que vinculan democracia, paz y derechos humanos en diversos campos y con distintos tipos de personas y colectivos.
Por eso mismo, Rick guarda entre sus memorias cientos de anécdotas que le han marcado y que lo han hecho un convencido de que la construcción de una paz fortalecida sí es posible. Entre ellas, una cuando, en un encuentro entre excontras y sandinistas (en Nicaragua) que pretendía que antiguos adversarios emprendieran juntos un futuro pacífico, una persona se le acercó para confesarle que antes de esa experiencia su deseo era hacerles el mayor daño posible a sus enemigos, pero que había logrado aprender que ellos eran, finalmente, sus hermanos. O aquellas con víctimas de muchos tipos de violencia en Acapulco (México), cuando pudo constatar que después de escucharlas y acompañarlas no solo lograban superar las pérdidas, sino que trasformaban sus proyectos de vida para ayudar a otras personas a sanar: “No olvido a una madre que había perdido a su única hija y que, después de pasar el proceso, creó una entidad para encontrar a los desaparecidos y ayudar a sus familias. Eso es pasar de ser víctima a ser una sobreviviente sanadora, y demuestra que en el corazón del trabajo por la paz y la justicia, en medio de las realidades del trauma, son las víctimas quienes tienen que decidir el camino. Por eso, parte de mi trabajo central es crear los espacios donde puedan hallar la sanación y el propósito, sin forzarlo”.
Hoy por hoy, Rick reconoce que los conflictos actuales en Latinoamérica son más complejos, pues ya no son solo ideológicos, como sucedía en los años 80 y décadas anteriores, sino que son fruto, en su opinión, de intersecciones entre las acciones del crimen organizado; la corrupción pública y privada; las tendencias que llevan a pasar de la democracia a la autocracia y el autoritarismo; la promoción de la polarización como estrategia política; la tolerancia, normalización y expansión de ciertas violencias que permean todos los espacios de socialización (virtuales y presenciales, como los hogares las escuelas, los lugares de trabajo, las calles y lugares públicos); el incremento en las familias del abuso y de las violencias (doméstica, contra las mujeres o de género, entre otras); la persistencia, e incluso el incremento de la desigualdad, la inequidad y la impunidad, entre otros factores. De ahí que afirme que estamos padeciendo una violencia crónica en todos los niveles y espacios de socialización, que genera preocupantes dinámicas que se entrelazan y refuerzan en contra de la paz y la justicia, y que obligan a estar continuamente repensando, reestructurando y revisando colaborativamente las estrategias de construcción de la paz, para retomar los aprendizajes, reconocer errores y corregirlos.
Considera, pues, que nos hemos equivocado en general, y en la Iglesia especialmente, “al creer que no podemos hacer nada”, al perder a veces la esperanza. Además, “en pensar que la paz, los derechos humanos y la justicia son opuestos e independientes, porque realmente son partes integrales y, por eso mismo, el diálogo sobre ellos es necesario para construir una sociedad más justa y fraterna”.
Asimismo, opina que otros graves errores han sido, primero, “el no poner suficiente atención a la reconciliación”, o el considerar que es un asunto superfluo o de trabajo opcional en la construcción de la paz, “pues es fundamental para la sostenibilidad de los procesos”, y segundo, el pensar que la Iglesia y los actores institucionales son y deben ser las voces de las víctimas, pues si bien deben acompañar y animar, “nadie puede hablar por ellas, ni decidir por ellas el rol que van a asumir, o si van a dar o no perdón”, pues son potestades que solo están en sus manos.
A cambio, reconoce grandes y valiosos aprendizajes y aciertos de la Iglesia, como el reconocer la importancia que tiene la memoria histórica (en el caso de Colombia, por ejemplo); el procurar la articulación interinstitucional con la sociedad civil y con gobiernos para la definición de políticas públicas y figuras jurídicas que generen justicia y paz (como la creación de Tutela Legal, en El Salvador, semilla para la creación de la Oficina de los Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala); el enfocarse en los derechos humanos y el tomar como opción a los pobres, o el ocupar el papel de tercero imparcial en la búsqueda de acuerdos de paz.
Así pues, para continuar superando los inconvenientes y aprovechando los aciertos, Rick hace unas recomendaciones a quienes, como él, son o quieren ser constructores de paz: “Seguir fortaleciendo procesos locales, es decir, las capacidades de las personas en sus territorios. Convocar a los demás actores para que juntos contribuyamos a la paz y la cohesión social; por lo tanto, debemos articularnos con diferentes actores y sectores. Generar diálogos tanto sociales como políticos, pues las divisiones, la polarización y los radicalismos están generando guerras culturales en muchos de nuestros países. Reconocer y dialogar sobre temas polémicos y espinosos para la Iglesia y nuestras sociedades, como las expresiones de la diversidad, en vez de estar simplemente denunciando; propiciar diálogos o participar en ellos, buscando espacios para proponer y hacer algo constructivo. Y con respecto a las injusticias, hay que seguir persistiendo, exigiendo y demandando procesos con los gobiernos en los cuales la Iglesia pueda jugar ese rol de convocar y generar diálogos políticos para construir procesos más justos y equitativos”.
A lo anterior agrega que es absolutamente necesario y urgente observar y analizar las violencias de una manera más profunda y sistémica, no asumiendo cada tipo como si fuera una cuestión aislada, sino reconociendo las interconexiones entre las diversas expresiones y los nexos que existen entre las causas y los efectos: “Por ejemplo, en El Salvador, en la inmensa mayoría de casos de jóvenes que participan en pandillas se ha encontrado que sus madres fueron víctimas de violencia doméstica; por eso, si no se trabaja esa problemática de la mujer, no se llegará al fondo de la causa y de la solución de los problemas juveniles”. Por eso, reconociendo el aporte de las metodologías de construcción de paz, opina que ellas son limitadas si se asumen en proyectos cortos y dispersos, o si no se enlazan entre ellas, porque si algo le ha enseñado su trayectoria de vida como constructor de paz es que se necesitan procesos integrales, constantes y persistentes, al tener como fin último la reedificación y resignificación de las relaciones entre los seres humanos.
Este es pues, un breve recuento de la biografía y de las reflexiones de Richard Jones, quien nos demuestra que desde un cristianismo transformador y con compromiso con los derechos y la dignidad humana, es posible llevar a la realidad “un proyecto de vida capaz de llenar el corazón”, como nos lo recuerda otro caminante de la paz, el Papa Francisco; un proyecto de existencia capaz de transformar dolores, miedos, desazón y desesperanza en procesos sanadores y de cambio positivo de la propia vida, del entorno y de quienes nos rodean; un proyecto que, como él lo deseaba, dé vida y valga la pena.
Textos: Gloria Londoño Monroy
Fotografía: Ricardo Contreras
2023