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    Caminando hacia la Paz
  • 23 ago 2022
  • 15 Min. de lectura

Actualizado: 17 abr 2023

"Mi herencia viene de la comunidad eclesial de base”

Por: Isabel Aguilar Umaña y Ricardo Contreras

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¿Qué significa para ti el reconocimiento que te ha hecho “Caminando hacia la Paz” a través del Certamen Mujeres Construyendo Justicia y Paz en América Latina y el Caribe?

Sentí que había caminado muchas laderas que yo misma no me había detenido a ver; también me siento estimulada, las mujeres me hicieron sentir que las representaba, me hicieron sentir todo el apoyo que habían recibido. También me sentí respaldada por ellas y por los diferentes grupos de trabajo. Sentí respaldo, apoyo, animación: la serotonina, que produce alegría, se me fue al cien por ciento. Pero también quiero reconocer que los diversos grupos con los que trabajo, en diversas comunidades, me han hecho sentir lo valioso de establecer puentes a través de un mensaje, una tarjeta, una fruta, un compartir, un almuerzo, entonces, eso también ha sido hermoso. Lo veo de lo simple a lo complejo, pues lo de la comunidad de práctica ha sido más amplio, lo reconozco, transcendió fronteras, y eso ha sido muy hermoso.


¿Podrías compartir con nosotros algunos de esos caminos, esas laderas que volviste a retomar a partir de este certamen?

Mi experiencia empezó con comunidades de base ya hace 45 años, lo cual viví de manera muy hermosa, muy enriquecedora, pero también con muchas dificultades. Esta misión, este trabajo de evangelización, de transformación, de construir una comunidad, mujeres nuevas, hombres nuevos, una sociedad nueva, no es fácil. El certamen me hizo recordar todos aquellos momentos críticos, como las pérdidas de familiares, amigos, hermanos y compañeros, entre ellos, algunos de la Iglesia martirial. Hablo en particular del padre Rutilio Grande, a quien le debo mi herencia, pero también de catequistas, líderes campesinos que también lucharon por esta apuesta de otro mundo mejor.


De nuevo vuelvo a ese pozo, al lugar de donde vengo, mi identidad, a las raíces por las que trabajé, por las que afirmo el compromiso de continuar trabajando. Todo este proceso social, que para algunas es frustrante, para otros lleva a un poco de resentimiento. Yo no lo veo así, porque mi decisión de apoyar a los movimientos sociales –sobre todo campesinos, por la lucha por la tierra, la lucha por mejoras salariales o reivindicaciones sociales– fue una decisión, un compromiso que asumí libremente. No lo hice obligada y creo que tuvo sus frutos, aunque no sea lo que esperábamos, sobre todo cuando uno ve un movimiento social bastante corroído (aunque, en este caso, creo que debemos ver que esto no es en sí el movimiento, sino son las personas que lo lideran).


Lo otro que me entristece un poco se refiere a cómo la Iglesia martirial aportó a estos cambios, de cómo la Iglesia fue un vasto torrente, vivero de promoción humana, pero ahora nuestra iglesia –que la quiero mucho– está un poco pasiva, un poco mediocre y miedosa.


Hace 45 años, cuando empezaste tu transitar, eras casi una niña. Entonces, cabe preguntarte ¿de dónde te viene esta vocación social?

Pienso que es una herencia de familia. Yo, como dicen, era muy joven, era de una familia campesina, colona de una hacienda que se llama El Matazano. Mucho de lo que soy viene de mi madre, pues me identifico más con ella, quien se casa a los 24 años y ya a esa edad tenía una economía solvente, ya tenía una idea de hogar. Ella quería cumplir con ese ideal de una pareja que se complementa, que prospera –ahora diríamos “emprendedora–, pero mi padre tenía algunos problemas de alcoholismo. Eso no la frenó, sino que ella siguió haciendo sus emprendimientos de manera individual como mujer.


Yo soy la mayor de la familia, entonces fui recogiendo toda esa herencia de decisión, de independencia –económica también–, participando en todo ese proceso. También fui la segunda madre de siete hermanos que me siguen, y eso me fue formando cada día con los valores de mi familia: la honradez, el trabajo, el luchar y tener sueños, tener aspiraciones. Creo que también con esta misma experiencia de familia –un poco de violencia también– yo me decía, a mis quince años, “Bueno, tengo la opción de estudiar y, si me caso, no me voy a casar con un esposo mandón, maltratador, que tome, yo no voy a ser víctima de las violencias que mi madre ha sufrido, me van a dar una, pero no vuelvo por la segunda”.


Otros valores importantes en mi familia fueron la solidaridad y el servicio. Gracias a Dios, a pesar de que éramos colonos, que dependíamos del patrón, eran unos patrones medio buenos, podías trabajar, tener ganado y no te limitaban, te dejaban tiempo para lo tuyo. El compartir con mi familia era muy hermoso, la responsabilidad, la solidaridad, el ayudar a otros. Mi madre, yo diría a esta altura, tenía un banco comunitario y prestaba a todo el que lo necesitaba; ni siquiera había un cuaderno, en la cabeza todo, porque ella no sabe leer ni escribir, y no cobraba intereses. Creo que esa herencia viene de ahí, de la comunidad eclesial de base, yo me identifico con ese bien común, con ese compromiso de compartir esos valores. Creo que eso es lo que reafirma mi compromiso. Y luego, siento de manera innata esa lucha de mujer, de no ser conformista, independiente, tolerante, sino realmente de búsqueda, de superación, de ayudar a otros.


También nos has hablado de Rutilio Grande y de la Iglesia martirial: ¿qué enseñanzas te dejaron no solo el padre Grande, sino también otros mártires que quizás han permanecido en el anonimato?

A Rutilio creo que le debo esa visión pastoral, de evangelización transformadora, de promoción humana, del hombre y la mujer sujetos históricos. También le debo la idea de que Dios no está en el cielo, que no está solo en el cielo ni después de la muerte, que Dios es mi hermano, y que, sirviendo a este hermano, a esta hermana, a este anciano, a este niño, es la manera como voy a encontrar la salvación.


Se trata del mandamiento de amar a tu prójimo como a ti mismo, lo cual también es un valor. El valor de la comunidad, que es posible vivir en una comunidad donde todos compartan sus bienes, donde todos compartan también sus angustias y sus dificultades. Podemos formar una comunidad de bien común, podemos formar un municipio y una sociedad de bien común: esa es la enseñanza de Rutilio. También podemos formar una iglesia de avanzada, de transformación, de amor, de construcción de paz, de solidaridad, una iglesia que acompaña.


También tengo otros mártires que, pienso, son reconocidos, sobre todo los que provienen de los movimientos campesinos y estudiantiles. Una de ellas se llama Ana María Castillo, una mujer de clase media, estudiante de la UCA que nos infundió mucho este tema de que las mujeres también valemos, que somos personas, que somos capaces y debemos participar en estos procesos; ella murió en una emboscada en el cerro de Guazapa. También está Imelda, de la FECCAS (Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños), de las pocas mujeres en los movimientos de dirección en esa época (en la que empezaron a infundir –igual que Rutilio– la participación de la mujer, no solo en el ámbito doméstico, sino en otros ámbitos, en el económico, el político, el social, en la Iglesia). Imelda era una mujer campesina de San Pedro Perulapán. También está Patricia Puertas, mi prima hermana, de las pocas mujeres que fueron dirigentes de la FTC, Federación de Trabajadoras de Campo; ella dio su aporte y murió ametrallada junto a su esposo.


También hubo hombres que me inspiraron, entre ellos Apolinario Serrano, secretario general de la FECCAS. Polín, como nosotros lo llamábamos, originario de Líbano, en Aguilares, era un hombre que no sabía leer, y muchos compañeros me decían: “¿Cómo puede dirigir un movimiento campesino y cómo puede dirigir a la Federación de trabajadores?”. Pero él era un hombre con un liderazgo nato, con principios bien puestos, un hombre que venía de partidos políticos pero que no satisfacían los intereses de los jornaleros y los trabajadores. Entonces Apolinario era un líder que por varios años estuvo en la FECCAS, la dirigió, la condujo, un líder que movía el piso hasta de la burguesía. Y había más: Escobar, vecino de nosotros, de El Tronador.


Polín y Numas Escobar eran campesinos, y en la historia se dice que tenían la capacidad de liderar los movimientos campesinos. También está mi esposo y la familia García Grande, que fueron líderes campesinos; los Valle, que también son otra familia de mi comunidad y que fueron líderes de la FECCAS, y toda esta gente de Suchitoto. Otros padres que yo conocí, que me inspiraron mucho también, son los padres Alas, Ernesto Barrera, David Rodríguez, Alfonso Navarro, que estaban en parroquias con las que compartimos trabajos en la misma tónica. Estos párrocos estaban a la altura de Rutilio Grande, apostaban por esta misión; lo mismo sucedía con una infinidad de catequistas que aportaron, desde su opción preferencial por los pobres y desde su compromiso, a la vida y a la búsqueda de otro mundo posible.


Con lo que vienes contando, no es difícil imaginarte en las marchas populares caminando bajo el sol con más gente alrededor, o en las misas campesinas. Desde esta experiencia, ¿qué puedes decirnos sobre los aportes de las mujeres en la construcción de la paz; qué gana la humanidad cuando nosotras nos involucramos?

Creo que ese es un punto muy importante. Esto puede reflexionarse desde el Evangelio, porque la Biblia habla solo de los doce apóstoles, y puros hombres, pero cuando uno ve la resurrección, son las mujeres las primeras que fueron a ver el sepulcro y que llevan la noticia de la resurrección de Jesús, pero no se mencionan tanto. Y luego en la Biblia están una Judith, una Esther, son mujeres... Entonces creo que lo que vemos en la actualidad es un cerco, una imposibilidad de reconocer. Pero yo pienso que las mujeres le damos a la construcción de la paz, primero, toda esa creatividad, el color, el calor; somos madres: nuestro amor universal es importante. Luego tenemos ese don de la solidaridad, de la sabiduría, del dolor, y eso nos identifica rápidamente con otros esfuerzos. ¡La paz se construye de mil maneras!


Tengo esta experiencia de vida personal, pues he andado como esposa, como madre, en la comunidad, en los movimientos campesinos, en las marchas, en las tomas, en las caminatas; he andado con mis hijos porque en el campo es muy normal que uno solo les da pecho a los hijos y por eso hay que andar con ellos hasta cierta edad.


Cuando uno toma conciencia, cuando uno se enamora, se apasiona de un proceso, de un proyecto, de una fuerza, damos el cien por ciento. Si nos vamos a números estadísticos, pues también somos representantes en la familia, en la comunidad, en la sociedad, y somos un buen número de mujeres. Hay intereses muy particulares que pueden beneficiar a las mujeres que a lo mejor a otros sectores se les va de largo; entonces, creo que sin la participación de la mujer es muy difícil hablar de paz, porque, ¿de qué estamos hablando?, de conocer la verdad, de hacer justicia, de reconciliarnos a nosotras mismas y con los demás, y de perdonar. Creo que ese aporte es genuino, propio y natural de las mujeres, y como que se nos facilita y somos más dadas a poder reencontrarnos y ser solidarias, servir en el buen sentido de la palabra. Entonces creo que ese es el aporte que podemos dar, y se ha demostrado que tenemos capacidades, habilidades, que tenemos el poder de la palabra, que tenemos decisión, también tenemos toda una espiritualidad. Creo que todo eso puede aportar a la paz. Además, hay muchas mujeres. Estaba viendo aquí en el país a un grupo de mujeres conductoras de tráileres en una empresa que se llama Peña, cuando los tráileres solo son manejados por los hombres; pues estas mujeres hacían una entrevista y comparaban en los comerciales a las mujeres con los hombres, y las mujeres por estar en el tráiler no dejan de ser mujeres, eran mujeres muy finas, muy arregladas, muy bien vestidas, con sus uñas, muy maquilladas, el toque femenino, y los hombres las admiran por la capacidad de manejar un tráiler. Mujeres mecánicas, mujeres en motocicleta, que no habíamos visto. Creo que el mundo va evolucionando, y así como vamos asumiendo roles, vamos demostrando capacidades, habilidades. Ese aporte, ese tejido es importante para la paz.


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¿Qué nos puedes contar de tus hijos e hijas?

Tengo cinco, cuatro hombres y una mujer. Recuerdo varias ocasiones: por ejemplo, en una toma de catedral, la doctora Mélida Anaya Montes hizo un movimiento de maestros, ANDES 21 de junio, me llevaron sábanas, un petate, porque yo estaba en la calle con mi hija Sonia, como de un año. Me llevaron unas cobijitas porque hacía frío, un petate para que la acostara y hasta una pacha porque ellas pensaban que yo le daba pacha. Pues esa solidaridad también era muy hermosa. Otra vez, en otra manifestación –en la que, por cierto, hubo capturados– no nos podíamos ir en bus sino a pie, y yo andaba a Ernesto –cuyo nombre viene del Che Guevara– y entonces tenía un año y nos fuimos a pie, caminando más o menos seis horas, y toda la gente te va ayudando con el bebé; él apenas podía hablar y levantaba su manita cuando se hacían las consignas. Creo que mis hijos y mi hija vivieron esa herencia, eso me ha ayudado a que ellos no desconozcan lo que hacíamos y, a la hora de movernos, a la hora de las pérdidas, han ido asimilando mejor estos procesos.


¿Y tu esposo?

Mi esposo me dejó al frente de la familia en el ’73, cuando se hicieron misiones en la parroquia y, como él era uno de los buenos delegados –dijo el padre Grande–, se lo llevaron a misionar para que ayudara en el plan pastoral que tenía la parroquia. Después participamos juntos en los movimientos campesinos, hasta el ’89, cuando él trabajaba a tiempo completo con la parroquia, con las comunidades y con los movimientos campesinos. En la ofensiva final, él murió o desapareció. Algunos informes dicen que murió ahí, pero nunca encontramos sus restos; entonces seguimos un proceso que, aunque difícil, nos ayudó a consolidar el hogar. Por supuesto que económicamente tampoco aportaba, porque ahí no le pagaban a nadie, era una misión, pero el trabajo de la parroquia y del movimiento, yo siento, nos ayudó a consolidar nuestra relación. Pero en algún momento, cuando yo asumí cargos, responsabilidades fuera de mi comunidad, también es algo que lo tocó y ya no estaba muy de acuerdo –de aquí el patrón de la sumisión que algunos esposos quieren hacer con sus esposas–, pero como yo ya tenía este poder de decisión, entonces en algunas cosas nos poníamos de acuerdo y en otras teníamos que respetarnos. Yo quedé viuda de 35 años, con cinco hijos, el más grande tenía 12 años; el más pequeño tenía como 5, ellos conocían de esto. Como dije anteriormente, dolió, por supuesto, pero lo fueron asimilando. Tal vez al menor fue al que le costó un poco más.


También hablaste de la Iglesia y tus palabras todavía resuenan, expresando pesar por una Iglesia que en la actualidad no termina de entregarse a la opción preferencial por los pobres. En este sentido, ¿cuál es la Iglesia que espera y sueña una mujer que, como tú, ha trabajado durante 45 años con las comunidades de base?

Creo que hay varios factores. En principio, uno no deja de confrontar el antes de la comunidad, en la época de los 70, 80, con lo que sucede ahora, en los 2000. Una cosa curiosa es que en la época de antes no había tanta ayuda, tanta tecnología, no había tantos recursos, sino que poníamos lo que teníamos como comunidades y como agentes de pastoral, y así los procesos se iban generando. Veníamos a las capacitaciones a la parroquia y cada quien traía su comida y la compartía; eso era hermoso y cada quien lo consideraba importante. Y comparo: ahora que uno tiene tantos recursos, tanta tecnología, tantas ayudas, la gente es como más apática. Por un lado, los laicos, yo lo atribuyo al temor, no quieren arriesgar. Hay mucho miedo también a que esa historia de represión, de muerte, de pérdida, se vuelva a dar. También pienso que hay falta de formación del papel que como laicos nos corresponde.


En segundo lugar, creemos que la Iglesia es el párroco y las cuatro paredes, cuando todos los documentos te vienen diciendo que la Iglesia es la comunidad de comunidades, interactuando, dinámica, somos todos, y tanto los laicos como los sacerdotes formamos una sociedad participativa. Creo que la falta de formación en los laicos es un aspecto, pero el otro es que el clero en la actualidad no quiere laicos despiertos –como diría Rutilio, quiere cristianos solo viendo para arriba, y no quiere esta Iglesia de comunidades–. También hay que reconocer que a nivel del clero también hay muchos miedos debido al pasado martirial. El temor impide que los sacerdotes se arriesguen, además, muchos de ellos –me atrevería a decir– no están por opción ni vocación, sino que lo ven como si fuera un empleo: la parroquia es como un empleo del que ellos van a vivir, y eso es triste decirlo. Se ha perdido el rumbo, se ha perdido la vocación y se han perdido los valores y principios a nivel pastoral; un cura no piensa que va a ser servidor, sino que piensa que va a ser servido.


La Iglesia también ha excluido mucho a la mujer, en particular a las religiosas. Y ellas históricamente han hecho un buen trabajo pastoral. Pero ahora tenemos un papa tan iluminador, tan animador, que tanto responde a la realidad, pero la Iglesia, que es tan papista, ahora no asume las orientaciones, toda la riqueza de las asambleas de escucha.


¿Qué iglesia espero yo? Espero esa Iglesia de comunidad que, desde lo pequeño, desde las familias, tenga valores, solidaridad, que comparta y genere comunidades de aprendizaje para producir cambios, que genere una transformación personal, familiar, comunitaria y social. Que dejen a los laicos trabajar, que escuchen, que también se preocupen por la formación y que sean servidores, que estén ahí para servir. Una Iglesia que ilumine, que responda a esta realidad, porque vivimos en una gran violencia ahora, antes era más pobreza, más pobreza social, estructural, económica; pero ahora vivimos un índice de violencias alarmantes, de todo tipo de violencias, corrupciones. Y esa denuncia es la voz profética que san Romero, y toda esta Iglesia martirial, hacían. Ahora es bien mediocre, pobre y tímida.

Creo que debemos hacer un equipo entre los laicos, el clero, las religiosas y los obispos, pero como que en esta orquesta actual cada quien está por su lado. Hace falta el cuerpo de esa pastoral de conjunto, articulada y con una brújula bien definida.


Pensando en el futuro, ¿en dónde radica la esperanza para ti, Dina?

La esperanza está en todos estos procesos (de aprendizaje, con las mujeres, hombres y jóvenes, de sanación, de acompañamiento) que, por pequeños que parezcan, son luz. Para mí, estos procesos vienen siendo oportunidades, aristas por las cuales entrar. Y como miramos en pastoral social, las transformaciones raras veces vienen de arriba, pueden surgir de en medio de la pirámide, pero son más fuertes desde abajo, donde está el pueblo, donde están los clamores.


También hay que incidir en la Iglesia y en las instituciones, en su rol, en los valores, en los principios, en ese trabajo de país, no de intereses partidarios o políticos, o personales, sino en ir levantando también esa voz de incidencia sobre el rol de cada uno en el logro del bien común. Luego, sí que hay que hacer un trabajo de liderazgo, pero con liderazgo –así como decimos en la Doctrina Social de la Iglesia–, con base en esos principios que apunten al bien común, no hacia grupos, ni hacia mayor polarización de las sociedades en las que estamos. Esos pequeños modelos, pienso yo, pueden servir de luz, pueden servir también para que sean replicables.


Entonces, la esperanza está ahí, y creo que es lo último que uno, a pesar de las circunstancias, debe mantener, promover y animar, porque es lo que tenemos.


¿Cómo miras a los jóvenes, qué papel van a desempeñar, o qué papel quisieras que desempeñaran en esta Iglesia que tiene que cambiar y que tiene que tomar en cuenta también a la juventud?

Ese también ha sido un tema de conversación, porque en la comunidad estamos incluidos todos. Ha habido un trabajo de pastoral juvenil en esta línea del cambio, de la dignidad, de la promoción humana, y eso es lo importante. Esta visión no desconoce que hubo un buen movimiento social en el que los jóvenes, por ejemplo, en una Universidad Nacional y en los institutos nacionales, pertenecían a movimientos sociales y dieron aportes grandísimos. Pero a la par de eso estudiaban, ayudaban en tareas del hogar; entonces, yo miro a jóvenes más integrales en esa época, con una visión, con una misión, con unos valores y con un aporte concreto. En la actualidad veo a la juventud un poco desconectada de esta realidad que tenemos, de esta realidad de violencia, exclusión y corrupción. Y bueno, también tenemos mucha tecnología y entonces como que eso los ha abrumado. Los siento desconectados, los siento también poco liderados: no hay liderazgo de la juventud.


Pienso que los jóvenes tienen un papel, pero la misma Iglesia los ha reducido a las pastorales juveniles; están reducidos a lo sacramental y no quieren empaparlos de la Doctrina Social de la Iglesia, de la pastoral social. A nivel de nuestra sociedad veo también que no tienen oportunidades; nuestro país no les está dando oportunidades de estudiar, capacitarse, formarse, trabajar. Entonces, eso incide en que las organizaciones como el narcotráfico, el crimen organizado y las pandillas se apoderen de los jóvenes y ellos están tomando caminos equivocados, eso veo. El abordaje del país es de violencia, y la violencia genera más violencia, las autoridades no quieren hacer un abordaje integral. Las instituciones, siento yo, no hemos tenido la capacidad de hacer ese abordaje integral y esa formación que se necesita.


También los grupos con los que trabajo me han dicho: “Bueno, ¿qué sabe la juventud de la Iglesia martirial, del padre Grande, de monseñor Romero?”; saben muy poco, y quieren saber muy poco. Creo que el encuentro intergeneracional ha sido bastante débil. Atribuyo gran parte de esto a la educación, pues no es como Paulo Freire señalaba, una educación liberadora, transformadora, crítica, que responda a la realidad. La educación se ha vuelto bastante comercial; solo en El Salvador hay más de cuarenta universidades que están vistas como un negocio, no como un espacio de formación. Si lo hablamos en términos de desarrollo humano, los jóvenes no son el centro del desarrollo humano, la persona humana no es el centro. Hay esfuerzos para trabajar con los jóvenes en prevención de violencia, las pastorales juveniles, la juventud del Frente, pero son esfuerzos –diría yo– bastante mediocres, bastante mediatizadores, y la tecnología ha mediatizado mucho a los jóvenes.

Itinerario verbal de Gabina Dubón

  • Felicidad: Gracia

  • Río: Ganancia de pescadores

  • Iglesia: Somos todas y todos.

  • Joven: Somos todos y todas y se lleva en el corazón y en el espíritu.

  • Tierra: La que nos conecta y nos da vida, nos da sanación y nos presta la casa para vivir.

  • Mujer: Soy yo, sos tú y muchas de las compañeras que vivimos situaciones muy parecidas.

  • Futuro: Esperanza

  • Paz: Empieza por mí misma para poder ser replicada; también es verdad, es justicia, es perdón y reconciliación.

  • El Salvador: Es muy hermoso porque nuestro patrono es el Salvador del Mundo, ¡imagínate tú! Entonces El Salvador es un país que tiene mucho que dar, mucho que aportar, mucho que aprender y mucho que saborear.

Agosto 2022

 
 
 
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  • 12 ago 2022
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 17 abr 2023

Asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús

“Caminante, son tus huellas, el camino y nada más. Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar. Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás,

se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.” Antonio Machado

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Jorge Atilano González Candia, sacerdote jesuita, bien sabe lo que es ser Caminante de la Paz. Y bien sabe que, aunque no se pueda volver a pisar con exactitud la misma senda, hay que volver sobre los pasos con frecuencia, para que lo aprendido en el trayecto haga más firme las nuevas pisadas, para que el camino se construya en la dirección correcta y para evitar desviaciones en el rumbo elegido.


Tal vez por eso, porque sus memorias, experiencias, lucubraciones, reflexiones y observaciones son el equipaje que día a día carga consigo, este mexicano habla siempre en presente. Y con un volumen de voz suave y un hablar lento y meditado, cuenta que el haber sido enviado a Centroamérica, tras el huracán Mitch, fue, como aquel ciclón, uno de esos poderosos momentos en la vida que lleva a replantearse la propia dirección, al conocer y vivir de cerca violencias que antes ni imaginaba.


“Nazco en Huatusco, Veracruz; soy el tercero en una familia de cinco hijos hombres y una mujer, con mi padre, comerciante de muebles, y mi madre, dedicada al hogar. Me vinculo a la Compañía de Jesús al salir de la preparatoria (educación media), con 19 años, en 1991, con el deseo de ayudar de forma integral a la gente pobre, tanto en lo espiritual como en lo material, tal vez motivado por la alegría que siento con el servicio a los demás. En 1999, llego a El Progreso (municipio del departamento de Yoro), en Honduras, para apoyar la reconstrucción y construcción de viviendas. Allí conozco una realidad ajena para mí: la de la violencia de las maras […] y es cuando siento un primer llamado por la paz, tal vez más centrado en el trabajo con los jóvenes”, nos dice.


Al regresar de Honduras, profundamente dolido y desconcertado con tantas irracionales, dolorosas y diversas manifestaciones de las violencias, comienza a trabajar con adolescentes expandilleros, universitarios y grafiteros), en experiencias esperanzadoras y sanadoras. En 2004, se ordena sacerdote y se centra en la orientación y el acompañamiento a jóvenes con inquietud vocacional. Y en 2010 descubre por primera vez la llegada de la niebla de las violencias que, como un telón opaco y lúgubre, empieza a invadir la vida comunitaria en diversas regiones de su propio país; niebla que, cuando menos se piensa, se vuelve tan espesa que impide ver a los demás; tan densa, que desorienta e impide visualizar las señales del camino; tan cotidiana que se asume como normal o, peor aún, ya ni se percibe.


“Conozco por ese entonces un pueblo de México llamado Tancítaro (en Michoacán de Ocampo, al occidente del país), que tiene un poquito más de 30,000 habitantes; del 2006 al 2013, hay allí alrededor de 3,000 asesinatos o desaparecidos. Eso, sumado a mi vivencia en Honduras, me sacude. Por esa época, en unos ejercicios espirituales siento un llamado a echar las redes al otro lado; ese otro lado era la realidad de violencia para emprender un camino más decidido y directo para la construcción de paz”, recuerda.


Principia, entonces, a repensar lo vivido, a recordar las huellas, a observar, interpretar y analizar su entorno con tranquilidad pero de forma profunda y holística, descubriendo que todos los jóvenes y, en general, todas las personas, sin importar el lugar que habiten o la época en la que vivan, buscan perennemente sentir que pertenecen a una comunidad; que hacen parte de un núcleo familiar y de un grupo social, y que tienen reconocimiento y apoyo en ese entorno colectivo: algunos, como los maras, lo hacen por medio de los asesinatos y las armas; otros, como los grafiteros, por medio del arte y la pintura transgresora. Reconoce, pues, que como factor común en situaciones de violencia está el individualismo, el sentimiento de soledad, de no pertenencia o de desconexión con la comunidad.


“Cierro mi periodo en las vocaciones y digo: pues lo primero que hay que hacer es estudiar para saber qué está pasando. Así que fui a ver y a platicar con amigos que habían pertenecido a las maras y que habían migrado hacia Estados Unidos. Encontré que la mayoría estaba bien. Al indagar por qué, identifiqué unos factores que les estaban ayudando. El primero, se habían incorporado a una familia. El segundo, tenían un empleo y se sentían útiles para ellos y para sus familias. El tercero, habían resignificado su historia; ya no se reconocían como expandilleros, sino como el padre de familia, el esposo, el trabajador, el vecino, cambiando sus antiguas narrativas. Y el cuarto, reconocían cómo Dios había aparecido en su vida, dándoles la valía de sentirse dignos”.


Así, este caminante de la paz comenzó a echar en su equipaje esas lecciones y otros factores que le han ayudado a edificar su propia vida, como el haber nacido en un pueblo religioso, con vida activa vecinal y comunitaria, donde el encuentro era permanente (por ejemplo, en la celebración de las posadas navideñas, entre el 16 y el 24 de diciembre, o durante las fiestas de la Virgen de Guadalupe). Además, el crecer en un barrio y una familia donde la palabra y el diálogo son pilares esenciales para mantenerse unidos, fue abono para “echar raíces con firmeza”, como él mismo resalta.


“De niño, me gustaba mucho ir a la casa de mi abuela y ver a mis tíos y tías platicando. Eran muy platicadores; siempre las sobremesas eran largas. Allí compartíamos, y con mis hermanos, mi hermana, mis primos y primas escuchábamos las historias sobre nuestro origen, quiénes somos, cómo eran los bisabuelos y las bisabuelas, cómo era el lugar que habitábamos”. La convivencia y la conversación eran esenciales para construir y sentir lo que él llama “armonía”, palabra que utiliza como sinónimo de paz.


Y es que para el padre Jorge Atilano la paz tiene que ver con la armonía con uno mismo y con todo, con la persona y la creación, con la propia historia y con Dios, con el relacionamiento consigo mismo, con las personas y la naturaleza que rodea a cada ser; con “lo que acá en México hemos llamado el horizonte del buen convivir”.


Armonía que –según Jorge Atilano– se ha perdido, ocasionando lo que se conoce como violencia, un fenómeno complejo, multicausal, multiexpresivo, cada vez con alcance más global que “no se puede seguir observando con unos lentes de visión positivista”, pues limitar la interpretación de la dimensión del problema a las cifras de homicidios, desaparecidos o víctimas es, según su opinión, tener una lectura superficial. Por eso propone, más bien, analizar cómo se comprende hoy el desarrollo social y humano, repesarlo y redefinirlo, porque considera que el asumirlo de forma errónea ha incidido en la individualización de las personas, volviéndolas competitivas y solitarias, separándolas de su propio origen, de su entorno, su raíz y comunidad.


“Esa desconexión de las personas va generando locuras, locuras cometidas por alguien que se siente herido por la soledad, por quien busca ser reconocido como miembro de una comunidad por medio del deseo de poder y de fama, y no por medio de la amistad. El mundo cada vez se va haciendo más ‘desarrollado’, pero cada vez se siente más solo”.


Por eso mismo, este sacerdote dejó su cargo como director de Vocaciones Jesuitas y se dedicó a construir paz desde el Centro de Investigación y Acción Social por la Paz (CIAS por la paz), obra social de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, entre 2015-2020, donde tuvo la oportunidad de retornar a Tancítaro y comprobar que el rehacer el tejido familiar y comunitario mediante el diálogo, el encuentro, los rituales culturales, religiosos y colectivos, funciona como estrategia para construir armonía:

“Ver un pueblo herido por el narcotráfico que toma en sus manos la responsabilidad de construir la paz, que lo hace unido, que vincula a campesinos y campesinas, sacerdotes, religiosas, maestros y maestras, estudiantes, funcionarios y funcionarias municipales, policías. Ver que la misma ciudadanía se pone de acuerdo para definir cómo crear seguridad, cómo hacer procesos de reconstrucción del tejido social. Verlos caminando juntos llevando sus símbolos de identidad, como lo son las imágenes religiosas y celebrando el día de la comunidad cada 16 de noviembre. Ver reunidos a hombres y a mujeres que se sienten comunidad, en comunión, personas de todas las edades en un objetivo común. Eso no solo es gratificante, sino que nos da muchas pistas significativas para entender que la solución a las violencias pasa por hacer juntos, con otros y otras, acciones comunes y simultáneas en el mismo territorio, que generen transformaciones culturales, individuales y grupales”

Por eso, durante su camino comparte con otros caminantes los tesoros que guarda consigo en su equipaje, sus reflexiones y su mayor aprendizaje: “ante todo, se necesita comprender qué está pasando, tener un buen diagnóstico permite tener propuestas más asertivas. Por ejemplo, en México, se debilitaron las narrativas comunitarias, se debilitó el vínculo social y se debilitaron las instituciones, y eso ha llevado a que los individuos se sientan desconectados, a que pierdan el sentido del límite, a que les cueste autorregular su propia libertad. Esto porque estamos en un sistema complejo que favorece la individualidad, donde todo lo que la promueva es aplaudido, y donde todo lo que lleva a poner límites, a regular comportamientos, es mal visto. Estamos en un paradigma liberal que ha priorizado el desarrollo exclusivamente individual y económico, lo que está generando destrozos... Y mientras no transformemos ese principio organizador de la sociedad por otro que se base en el cuidado de la vida, de la dimensión sagrada de la vida, desde la diversidad y la comunidad, no se podrá tener condiciones para la armonía y la paz”.


Así pues, el Caminante de la Paz al que rendimos homenaje en este boletín de nuestra Comunidad de Práctica es Jorge Atilano González Candia, sacerdote jesuita, quien bien sabe que, con compromiso real, con acciones caviladas e inspiradas en los aprendizajes, “se hace camino al andar”.

Jorge Atilano González Candía, S.J. es profesional en Filosofía y Ciencias Sociales del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, ITESO, teólogo de la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México, y magíster en Ética Social y Desarrollo Humano en la Universidad Alberto Hurtado de Chile. Desde 2020 es asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús en México. También ha sido director de las Vocaciones Jesuitas, cofundador del Centro de Investigación y Acción Social por la Paz (CIAS POR LA PAZ, obra social de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús) y corresponsable de dicho centro entre 2015-2020.


Tiene investigaciones en casos exitosos en participación ciudadana, estrategias de políticas públicas de seguridad desde el enfoque comunitario, consecuencias de la pandemia reciente sobre el tejido social y procesos de reconstrucción en entornos urbanos, semiurbanos, campesinos e indígenas.


Coautor de los libros Reconstrucción del tejido social: una apuesta por la paz, Un camino para la paz: experiencias y desafíos en la reconstrucción del tejido social; Policía municipal y organización comunitaria: un desafío para la paz, y autor de varios artículos sobre asuntos concernientes a la construcción de la paz.

Agosto 2022

 
 
 
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