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Para Marta Calderón - Directora de COARCV, de la Arquidiócesis de El Salvador, la construcción de la paz duradera es una tarea colectiva que requiere del compromiso diario de todas y todos para crear un mundo más justo y pacífico, partiendo de las propias realidades y contextos en los que nos desenvolvemos, viendo a los prójimos de nuestros entornos con misericordia.




Caminando hacia la Paz - Comunidad de Práctica

© 2024

  • Foto del escritor: Caminando hacia la Paz
    Caminando hacia la Paz
  • 20 mar 2024
  • 9 Min. de lectura

Comunidad Óscar Arnulfo Romero, COAR: 43 años de atención integral a niños, niñas, adolescentes y jóvenes salvadoreños sobrevivientes de situaciones de violencia


Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son más que un sueño plasmado en papel: son una guía para mejorar progresivamente las condiciones de vida de todas las personas y comunidades, en cualquier territorio del mundo. Entre ellos están el 16, de paz, justicia e instituciones sólidas, y el 17, de alianzas institucionales, con los cuales la Iglesia está profundamente vinculada y comprometida. En El Salvador, la Comunidad Óscar Arnulfo Romero, mejor conocida como COAR, es una de esas organizaciones que expresan su compromiso con el cumplimiento de las metas de los ODS desde la fe y la luz del Evangelio.


La obra —afiliada a la Arquidiócesis de San Salvador, encabezada actualmente por monseñor José Luis Escobar Alas, con el acompañamiento del Pbro. Edwin Enríquez, vicario episcopal de Promoción Humana de la Arquidiócesis, y con gran apoyo de la Iglesia católica de Estados Unidos de América—, comenzó su trasegar hacia la construcción de paz en 1980, cuando Ken Myers, sacerdote y misionero católico de Cleveland (EE. UU.), que servía en Zaragoza (El Salvador), fundó un recinto para acoger y atender a la niñez afectada por múltiples conflictos que ese mismo año detonaron la ‘guerra civil salvadoreña’ (1980-1992). Tal lugar, verdadero hogar para niños, niñas y adolescentes refugiados, provenientes de todas las regiones del país, recibió su nombre en honor a mmonseñor Óscar Arnulfo Romero, portavoz de las personas pobres, marginadas y vulnerables, asesinado ese mismo año por miembros del ejército, declarado mártir por la Iglesia, beatificado años después y canonizado en 2018.


Así pues, desde su fundación, ha estado al servicio de la infancia y la adolescencia, en particular cuando niñas, niños y adolescentes han vivido experiencias traumáticas que atentan contra su dignidad, y que les impiden ser agentes de cambio, tanto para ellos como para las comunidades. Eso lo logra no solo manteniendo el hogar original (COAR Children Village, COARCV; COAR Villa de los Niños y Niñas), el cual brinda una atención integral en las diferentes áreas de desarrollo humano, sino también gracias a las alianzas con otras instituciones fundamentales para apoyar a jóvenes externos al hogar para que puedan construir habilidades sociales y laborales; igualmente, con organizaciones privadas orientadas a la niñez (nacionales e internacionales), otras instancias o entidades de la Iglesia (salvadoreñas o de otros países) y actores públicos-gubernamentales. Por ejemplo, para proteger a niños, niñas o adolescentes que cuentan con medidas de cuidado alternativo o de restitución de sus derechos; para ofrecer becas de estudio para que los adolescentes y jóvenes que culminan sus bachilleratos puedan continuar su educación formal y desplegar, así, sus talentos, conocimientos y competencias; o para ayudar a jóvenes sin entornos familiares estables para que consoliden su proceso de independización al llegar a la adultez, entre otras acciones.


Marta Elizabeth Calderón es directora de COARCV, y nos cuenta que, aunque en estos 43 años las condiciones salvadoreñas han cambiado, el sentido de la organización ha permanecido, al dignificar vidas y transformar las historias de las personas acompañadas, promoviendo la reconciliación con ellas mismas, primero, para que luego puedan promover y realizar por sí mismas cambios positivos en sus entornos familiar, comunitario y social:


En 1992 se firmó el acuerdo de paz (se refiere a los Acuerdos de Chapultepec, firmados el 16 de enero de 1992 entre el Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, en el Castillo de Chapultepec, México). Entonces, muchos niños, niñas y adolescentes comenzaron a regresar a sus entornos familiares. Al llegar, se encontraron una sociedad compleja, herida, con profundo dolor por tantas pérdidas de la guerra y sin apoyo para su recuperación. Una sociedad con unas características distintas a las que habían dejado antes de marcharse: ya no con violencias por los enfrentamientos armados, pero sí con una violencia social difusa. A eso se sumaban las soledades, los vacíos, los miedos y las desconfianzas de los que retornaban, y las necesidades enormes de una familia y de una Iglesia que los acogiera. Llegaban a un entorno caracterizado por la injusticia, principal estrago de una guerra, y por el maltrato.


En su mayoría, esos niños y niñas no eran huérfanos por ausencia de padre y/o madre debido a su fallecimiento, sino en el sentido de que estos no eran responsables, no les garantizaban sus derechos y no les ofrecían una vida plena.


En ese contexto de dolor marcado, viviendo una historia de posguerra, los niños, niñas y adolescentes no tenían las condiciones de vida que necesitaban, apoyo para su recuperación, herramientas de crianza y ni el amor que les permitiera crecer para ser hombres y mujeres plenos en su desarrollo.


Por eso COAR se volcó en ser una familia para ellos y ellas, para que no perdieran esa base o núcleo de apoyo fundamental, para que construyeran valores de familia y para que tuvieran una vida con dignidad.


En los primeros años, las experiencias fueron duras, pero les dejaron grandes enseñanzas. Por ejemplo, además del hogar principal (la Villa, ubicada en el municipio de Zaragoza, departamento La Libertad), construyeron una red de viviendas donde convivían niños, niñas y/o adolescentes con personas adultas que los cuidaban y acompañaban, pero pronto vieron que algunos de quienes llevaban a sus hijos, hijas o familiares a cargo para que vivieran allí, debido a sus situaciones de extrema pobreza, muchas veces se desentendían, lo que motivó rediseñar el modelo de atención para involucrar más a las familias.


Por otra parte, también se evidenció la necesidad de una normativa de país que definiera los criterios para garantizar a la niñez y adolescencia el ejercicio de sus derechos, lo cual solo se logró en 2009, cuando se creó el Sistema Nacional de Protección Integral y la Ley de Protección Integral de la Niñez y Adolescencia (LEPINA, derogada en 2023). No obstante, poco después, pese a la existencia del marco legal, notaron que si bien algunos niños y niñas deseaban reintegrarse a sus familias, estas no tenían las condiciones para recibirlos o, peor aún, que al hacerlo los desatendían o maltrataban. De ahí que también comenzaron a pensar en la necesidad de trabajar para que las familias tuvieran la preparación no solo económica, sino integral, para acompañar el crecimiento de quienes eran atendidos.


De otro lado, el modelo de atención institucional se centró, al inicio, en la ‘formación del ser’, pero a medida que los niños y niñas crecían y se convertían en jóvenes, también requerían competencias para insertarse en el sistema económico, de ahí que poco a poco fueron fortaleciéndolo con una ‘formación del ser para el hacer’. Además, notaron que esos y esas adolescentes que llegaban a la juventud necesitaban también no sentirse abandonados a su suerte tras cumplir la mayoría de edad legal, requiriendo acompañamiento y formación para hacer realidad su proyecto de vida.


Así pues, poco a poco, las anécdotas y los testimonios difíciles, en voces de quienes recibían atención y protección, así como los aprendizajes de las personas que hacían parte de la Comunidad COAR, fueron enriqueciendo la propuesta metodológica identitaria, que tiene, en la actualidad, además de ese enfoque en el ser para el hacer a la luz del Evangelio, otras particularidades. Por una parte, que sean los mismos niños, niñas y adolescentes (de 0 a 17 años, especialmente, aunque también algunos jóvenes) los protagonistas de su propio desarrollo, propiciando sus habilidades de participación y dejando de lado estilos adultocentristas. Por otra, el involucramiento fuerte de las familias, las comunidades y los entornos sociales en los procesos de formación, acompañamiento y atención (primaria, secundaria y terciaria), por ejemplo, ofreciéndoles, de forma permanente, espacios de formación en ‘escuelas de padres y madres’. Por otra más, el diseño y desarrollo para cada niño, niña o adolescente, de un plan de acompañamiento personalizado desde una perspectiva integral, la cual incluye componentes de salud (medicina general y especializada, odontología, atención psicológica, nutrición), educación (formal, informal y para el trabajo y la vida), protección, ética, espiritualidad y comunicación participativa. Así lo describe Marta:


Cuando recibimos solicitudes de ayuda, lo que hacemos es analizar cada caso y hacer un plan de acompañamiento a la medida, que integre todas las áreas de desarrollo humano, no enfocándonos en la historia de esa persona, sino en el daño que en la actualidad está experimentando, evidenciando y expresando. Sí, retomamos su historia, pero la trabajamos para que ese humano, hijo de Dios, sane.


En ese plan incluimos la salud integral, educación formal, educación para desplegar habilidades laborales y educación informal para el desarrollo del ser. También tratamos de construir una ética personal en los niños, las niñas, las y los adolescentes que atendemos, que va más allá de los valores, pues estos son subjetivos, para incluir acuerdos innegociables orientados al bien común.


Además, ponemos mucha atención a la parte emocional, atendiendo los traumas, porque estamos convencidos de que si no se hace un proceso de recuperación, ese niño o esa niña no podrá enfocarse en su proyecto de vida.


De ahí que demos importancia a la espiritualidad, pues sea cual sea la filiación religiosa del niño, la niña o el o la adolescente, o sea que estén enojados con Dios por lo que les ha sucedido, consideramos que esa parte es significativa para ayudarles a reconstruir sus vidas. De ahí que lo hagamos desde los principios del Evangelio, pero respetando el credo de todas las personas, por ejemplo, algunos participan en oraciones ecuménicas.


Por otra parte, atendemos la relación de esa persona con su comunidad, y para eso, empleamos estrategias de comunicación participativa, como los círculos de diálogo y de reflexiones comunitarias, en las que se le garantice a ese niño, niña o adolescente su derecho a la participación y a la crítica constructiva. Por ejemplo, se les acompaña para que participen en campañas para promover el conocimiento y el respeto a los derechos de la niñez y la adolescencia (orientadas a los mismos niños, niñas y adolescentes, y a otras personas adultas); en encuentros regionales y actividades con las parroquias de sensibilización de la garantía de esos derechos; en campañas para sensibilizar sobre la garantía de los derechos de niños, niñas y adolescentes que están en tránsito en los países centroamericanos debido a procesos de migración irregular; en procesos formativos para la prevención de violencias en centros educativos; y en programas para que, mediante alianzas estratégicas (con universidades, por ejemplo), los jóvenes que terminan sus estudios de bachillerato tengan posibilidades para ingresar a la universidad o tengan acceso a empleos dignos.


Así, incidimos en sus vidas, para que sanen sus heridas emocionales y espirituales, desaprendan formas inadecuadas y aprendan otras más sanas para relacionarse con ellos mismos, con sus familias, la comunidad y la sociedad en general.


Desde hace más de 40 años, COAR es, pues, esperanza, oportunidades y conocimiento al servicio de la construcción de paz; una organización que gracias a muchas personas e instituciones amigas, y al acompañamiento y apoyo de la Arquidiócesis de San Salvador, ha escalado en su alcance gracias a que ha aprendido de sus experiencias y a que siempre tiene puesta su atención en los retos que depara el futuro. Por eso, Marta nos advierte sobre algunos retos que están afrontando, como lo son la falta de sensibilidad y los pensamientos radicales en cuanto a los procesos formativos hacia la niñez y la adolescencia que identifican en la sociedad salvadoreña actual; la poca priorización o el desinterés que se evidencia en la agenda de Estado para contribuir al desarrollo integral de los niños y las niñas, pues si bien hay discurso, de este no se pasa a la acción y a la inversión pública; y, de forma especial, la gravedad de las heridas emocionales y espirituales de la población atendida:


Cada vez es más profundo el dolor y el daño emocional; por lo tanto, los procesos de recuperación son más lentos y complejos. Esto nos sitúa ante enormes desafíos, especialmente tras la pandemia; por ejemplo, en el área educativa identificamos que hay muchos adolescentes que, por deficiencia en el acceso y garantía de sus derechos, no asistieron a la escuela en modalidad a distancia en esa época y que, incluso, actualmente están totalmente desescolarizados. Eso los afecta grandemente porque experimentan grados de frustración y exclusión muy altos.


También hemos visto que el sistema educativo formal no está preparado para atender esa ansiedad y frustración que traen al regresar a la escuela los niños, las niñas y jóvenes, especialmente los que atendemos, por sus condiciones de vulnerabilidad, y por eso, a veces, en vez de ayudarles, lo que hacen es que retrocedan en el proceso de recuperación del trauma. De ahí que debamos fortalecer el trabajo con las comunidades académicas y el sistema de protección.


Es mucho el camino recorrido en estos 43 años de funcionamiento, pero también, largo, dificultoso y lleno de retos, aquel por el que esperan avanzar muchas décadas más para contribuir no solo al logro de las metas de los ODS, sino, además, para cumplir con ese llamado que Jesús hace en el Evangelio: trabajar por la dignidad humana y la construcción del Reino, sin distinción alguna, abrazando a todos y todas… “Sanando corazones, dignificando vidas” como reza el lema que los mismos niños, niñas y adolescentes eligieron para la efeméride de esta entidad que forma parte de nuestra comunidad de práctica Caminando Hacia la Paz.

Para información complementaria, se recomienda consultar:

 

Textos: Gloria Londoño Monroy

Fotos: COAR

2023

  • Foto del escritor: Caminando hacia la Paz
    Caminando hacia la Paz
  • 23 ago 2022
  • 15 Min. de lectura

Actualizado: 17 abr 2023

"Mi herencia viene de la comunidad eclesial de base”

Por: Isabel Aguilar Umaña y Ricardo Contreras

 

¿Qué significa para ti el reconocimiento que te ha hecho “Caminando hacia la Paz” a través del Certamen Mujeres Construyendo Justicia y Paz en América Latina y el Caribe?

Sentí que había caminado muchas laderas que yo misma no me había detenido a ver; también me siento estimulada, las mujeres me hicieron sentir que las representaba, me hicieron sentir todo el apoyo que habían recibido. También me sentí respaldada por ellas y por los diferentes grupos de trabajo. Sentí respaldo, apoyo, animación: la serotonina, que produce alegría, se me fue al cien por ciento. Pero también quiero reconocer que los diversos grupos con los que trabajo, en diversas comunidades, me han hecho sentir lo valioso de establecer puentes a través de un mensaje, una tarjeta, una fruta, un compartir, un almuerzo, entonces, eso también ha sido hermoso. Lo veo de lo simple a lo complejo, pues lo de la comunidad de práctica ha sido más amplio, lo reconozco, transcendió fronteras, y eso ha sido muy hermoso.


¿Podrías compartir con nosotros algunos de esos caminos, esas laderas que volviste a retomar a partir de este certamen?

Mi experiencia empezó con comunidades de base ya hace 45 años, lo cual viví de manera muy hermosa, muy enriquecedora, pero también con muchas dificultades. Esta misión, este trabajo de evangelización, de transformación, de construir una comunidad, mujeres nuevas, hombres nuevos, una sociedad nueva, no es fácil. El certamen me hizo recordar todos aquellos momentos críticos, como las pérdidas de familiares, amigos, hermanos y compañeros, entre ellos, algunos de la Iglesia martirial. Hablo en particular del padre Rutilio Grande, a quien le debo mi herencia, pero también de catequistas, líderes campesinos que también lucharon por esta apuesta de otro mundo mejor.


De nuevo vuelvo a ese pozo, al lugar de donde vengo, mi identidad, a las raíces por las que trabajé, por las que afirmo el compromiso de continuar trabajando. Todo este proceso social, que para algunas es frustrante, para otros lleva a un poco de resentimiento. Yo no lo veo así, porque mi decisión de apoyar a los movimientos sociales –sobre todo campesinos, por la lucha por la tierra, la lucha por mejoras salariales o reivindicaciones sociales– fue una decisión, un compromiso que asumí libremente. No lo hice obligada y creo que tuvo sus frutos, aunque no sea lo que esperábamos, sobre todo cuando uno ve un movimiento social bastante corroído (aunque, en este caso, creo que debemos ver que esto no es en sí el movimiento, sino son las personas que lo lideran).


Lo otro que me entristece un poco se refiere a cómo la Iglesia martirial aportó a estos cambios, de cómo la Iglesia fue un vasto torrente, vivero de promoción humana, pero ahora nuestra iglesia –que la quiero mucho– está un poco pasiva, un poco mediocre y miedosa.


Hace 45 años, cuando empezaste tu transitar, eras casi una niña. Entonces, cabe preguntarte ¿de dónde te viene esta vocación social?

Pienso que es una herencia de familia. Yo, como dicen, era muy joven, era de una familia campesina, colona de una hacienda que se llama El Matazano. Mucho de lo que soy viene de mi madre, pues me identifico más con ella, quien se casa a los 24 años y ya a esa edad tenía una economía solvente, ya tenía una idea de hogar. Ella quería cumplir con ese ideal de una pareja que se complementa, que prospera –ahora diríamos “emprendedora–, pero mi padre tenía algunos problemas de alcoholismo. Eso no la frenó, sino que ella siguió haciendo sus emprendimientos de manera individual como mujer.


Yo soy la mayor de la familia, entonces fui recogiendo toda esa herencia de decisión, de independencia –económica también–, participando en todo ese proceso. También fui la segunda madre de siete hermanos que me siguen, y eso me fue formando cada día con los valores de mi familia: la honradez, el trabajo, el luchar y tener sueños, tener aspiraciones. Creo que también con esta misma experiencia de familia –un poco de violencia también– yo me decía, a mis quince años, “Bueno, tengo la opción de estudiar y, si me caso, no me voy a casar con un esposo mandón, maltratador, que tome, yo no voy a ser víctima de las violencias que mi madre ha sufrido, me van a dar una, pero no vuelvo por la segunda”.


Otros valores importantes en mi familia fueron la solidaridad y el servicio. Gracias a Dios, a pesar de que éramos colonos, que dependíamos del patrón, eran unos patrones medio buenos, podías trabajar, tener ganado y no te limitaban, te dejaban tiempo para lo tuyo. El compartir con mi familia era muy hermoso, la responsabilidad, la solidaridad, el ayudar a otros. Mi madre, yo diría a esta altura, tenía un banco comunitario y prestaba a todo el que lo necesitaba; ni siquiera había un cuaderno, en la cabeza todo, porque ella no sabe leer ni escribir, y no cobraba intereses. Creo que esa herencia viene de ahí, de la comunidad eclesial de base, yo me identifico con ese bien común, con ese compromiso de compartir esos valores. Creo que eso es lo que reafirma mi compromiso. Y luego, siento de manera innata esa lucha de mujer, de no ser conformista, independiente, tolerante, sino realmente de búsqueda, de superación, de ayudar a otros.


También nos has hablado de Rutilio Grande y de la Iglesia martirial: ¿qué enseñanzas te dejaron no solo el padre Grande, sino también otros mártires que quizás han permanecido en el anonimato?

A Rutilio creo que le debo esa visión pastoral, de evangelización transformadora, de promoción humana, del hombre y la mujer sujetos históricos. También le debo la idea de que Dios no está en el cielo, que no está solo en el cielo ni después de la muerte, que Dios es mi hermano, y que, sirviendo a este hermano, a esta hermana, a este anciano, a este niño, es la manera como voy a encontrar la salvación.


Se trata del mandamiento de amar a tu prójimo como a ti mismo, lo cual también es un valor. El valor de la comunidad, que es posible vivir en una comunidad donde todos compartan sus bienes, donde todos compartan también sus angustias y sus dificultades. Podemos formar una comunidad de bien común, podemos formar un municipio y una sociedad de bien común: esa es la enseñanza de Rutilio. También podemos formar una iglesia de avanzada, de transformación, de amor, de construcción de paz, de solidaridad, una iglesia que acompaña.


También tengo otros mártires que, pienso, son reconocidos, sobre todo los que provienen de los movimientos campesinos y estudiantiles. Una de ellas se llama Ana María Castillo, una mujer de clase media, estudiante de la UCA que nos infundió mucho este tema de que las mujeres también valemos, que somos personas, que somos capaces y debemos participar en estos procesos; ella murió en una emboscada en el cerro de Guazapa. También está Imelda, de la FECCAS (Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños), de las pocas mujeres en los movimientos de dirección en esa época (en la que empezaron a infundir –igual que Rutilio– la participación de la mujer, no solo en el ámbito doméstico, sino en otros ámbitos, en el económico, el político, el social, en la Iglesia). Imelda era una mujer campesina de San Pedro Perulapán. También está Patricia Puertas, mi prima hermana, de las pocas mujeres que fueron dirigentes de la FTC, Federación de Trabajadoras de Campo; ella dio su aporte y murió ametrallada junto a su esposo.


También hubo hombres que me inspiraron, entre ellos Apolinario Serrano, secretario general de la FECCAS. Polín, como nosotros lo llamábamos, originario de Líbano, en Aguilares, era un hombre que no sabía leer, y muchos compañeros me decían: “¿Cómo puede dirigir un movimiento campesino y cómo puede dirigir a la Federación de trabajadores?”. Pero él era un hombre con un liderazgo nato, con principios bien puestos, un hombre que venía de partidos políticos pero que no satisfacían los intereses de los jornaleros y los trabajadores. Entonces Apolinario era un líder que por varios años estuvo en la FECCAS, la dirigió, la condujo, un líder que movía el piso hasta de la burguesía. Y había más: Escobar, vecino de nosotros, de El Tronador.


Polín y Numas Escobar eran campesinos, y en la historia se dice que tenían la capacidad de liderar los movimientos campesinos. También está mi esposo y la familia García Grande, que fueron líderes campesinos; los Valle, que también son otra familia de mi comunidad y que fueron líderes de la FECCAS, y toda esta gente de Suchitoto. Otros padres que yo conocí, que me inspiraron mucho también, son los padres Alas, Ernesto Barrera, David Rodríguez, Alfonso Navarro, que estaban en parroquias con las que compartimos trabajos en la misma tónica. Estos párrocos estaban a la altura de Rutilio Grande, apostaban por esta misión; lo mismo sucedía con una infinidad de catequistas que aportaron, desde su opción preferencial por los pobres y desde su compromiso, a la vida y a la búsqueda de otro mundo posible.


Con lo que vienes contando, no es difícil imaginarte en las marchas populares caminando bajo el sol con más gente alrededor, o en las misas campesinas. Desde esta experiencia, ¿qué puedes decirnos sobre los aportes de las mujeres en la construcción de la paz; qué gana la humanidad cuando nosotras nos involucramos?

Creo que ese es un punto muy importante. Esto puede reflexionarse desde el Evangelio, porque la Biblia habla solo de los doce apóstoles, y puros hombres, pero cuando uno ve la resurrección, son las mujeres las primeras que fueron a ver el sepulcro y que llevan la noticia de la resurrección de Jesús, pero no se mencionan tanto. Y luego en la Biblia están una Judith, una Esther, son mujeres... Entonces creo que lo que vemos en la actualidad es un cerco, una imposibilidad de reconocer. Pero yo pienso que las mujeres le damos a la construcción de la paz, primero, toda esa creatividad, el color, el calor; somos madres: nuestro amor universal es importante. Luego tenemos ese don de la solidaridad, de la sabiduría, del dolor, y eso nos identifica rápidamente con otros esfuerzos. ¡La paz se construye de mil maneras!


Tengo esta experiencia de vida personal, pues he andado como esposa, como madre, en la comunidad, en los movimientos campesinos, en las marchas, en las tomas, en las caminatas; he andado con mis hijos porque en el campo es muy normal que uno solo les da pecho a los hijos y por eso hay que andar con ellos hasta cierta edad.


Cuando uno toma conciencia, cuando uno se enamora, se apasiona de un proceso, de un proyecto, de una fuerza, damos el cien por ciento. Si nos vamos a números estadísticos, pues también somos representantes en la familia, en la comunidad, en la sociedad, y somos un buen número de mujeres. Hay intereses muy particulares que pueden beneficiar a las mujeres que a lo mejor a otros sectores se les va de largo; entonces, creo que sin la participación de la mujer es muy difícil hablar de paz, porque, ¿de qué estamos hablando?, de conocer la verdad, de hacer justicia, de reconciliarnos a nosotras mismas y con los demás, y de perdonar. Creo que ese aporte es genuino, propio y natural de las mujeres, y como que se nos facilita y somos más dadas a poder reencontrarnos y ser solidarias, servir en el buen sentido de la palabra. Entonces creo que ese es el aporte que podemos dar, y se ha demostrado que tenemos capacidades, habilidades, que tenemos el poder de la palabra, que tenemos decisión, también tenemos toda una espiritualidad. Creo que todo eso puede aportar a la paz. Además, hay muchas mujeres. Estaba viendo aquí en el país a un grupo de mujeres conductoras de tráileres en una empresa que se llama Peña, cuando los tráileres solo son manejados por los hombres; pues estas mujeres hacían una entrevista y comparaban en los comerciales a las mujeres con los hombres, y las mujeres por estar en el tráiler no dejan de ser mujeres, eran mujeres muy finas, muy arregladas, muy bien vestidas, con sus uñas, muy maquilladas, el toque femenino, y los hombres las admiran por la capacidad de manejar un tráiler. Mujeres mecánicas, mujeres en motocicleta, que no habíamos visto. Creo que el mundo va evolucionando, y así como vamos asumiendo roles, vamos demostrando capacidades, habilidades. Ese aporte, ese tejido es importante para la paz.


¿Qué nos puedes contar de tus hijos e hijas?

Tengo cinco, cuatro hombres y una mujer. Recuerdo varias ocasiones: por ejemplo, en una toma de catedral, la doctora Mélida Anaya Montes hizo un movimiento de maestros, ANDES 21 de junio, me llevaron sábanas, un petate, porque yo estaba en la calle con mi hija Sonia, como de un año. Me llevaron unas cobijitas porque hacía frío, un petate para que la acostara y hasta una pacha porque ellas pensaban que yo le daba pacha. Pues esa solidaridad también era muy hermosa. Otra vez, en otra manifestación –en la que, por cierto, hubo capturados– no nos podíamos ir en bus sino a pie, y yo andaba a Ernesto –cuyo nombre viene del Che Guevara– y entonces tenía un año y nos fuimos a pie, caminando más o menos seis horas, y toda la gente te va ayudando con el bebé; él apenas podía hablar y levantaba su manita cuando se hacían las consignas. Creo que mis hijos y mi hija vivieron esa herencia, eso me ha ayudado a que ellos no desconozcan lo que hacíamos y, a la hora de movernos, a la hora de las pérdidas, han ido asimilando mejor estos procesos.


¿Y tu esposo?

Mi esposo me dejó al frente de la familia en el ’73, cuando se hicieron misiones en la parroquia y, como él era uno de los buenos delegados –dijo el padre Grande–, se lo llevaron a misionar para que ayudara en el plan pastoral que tenía la parroquia. Después participamos juntos en los movimientos campesinos, hasta el ’89, cuando él trabajaba a tiempo completo con la parroquia, con las comunidades y con los movimientos campesinos. En la ofensiva final, él murió o desapareció. Algunos informes dicen que murió ahí, pero nunca encontramos sus restos; entonces seguimos un proceso que, aunque difícil, nos ayudó a consolidar el hogar. Por supuesto que económicamente tampoco aportaba, porque ahí no le pagaban a nadie, era una misión, pero el trabajo de la parroquia y del movimiento, yo siento, nos ayudó a consolidar nuestra relación. Pero en algún momento, cuando yo asumí cargos, responsabilidades fuera de mi comunidad, también es algo que lo tocó y ya no estaba muy de acuerdo –de aquí el patrón de la sumisión que algunos esposos quieren hacer con sus esposas–, pero como yo ya tenía este poder de decisión, entonces en algunas cosas nos poníamos de acuerdo y en otras teníamos que respetarnos. Yo quedé viuda de 35 años, con cinco hijos, el más grande tenía 12 años; el más pequeño tenía como 5, ellos conocían de esto. Como dije anteriormente, dolió, por supuesto, pero lo fueron asimilando. Tal vez al menor fue al que le costó un poco más.


También hablaste de la Iglesia y tus palabras todavía resuenan, expresando pesar por una Iglesia que en la actualidad no termina de entregarse a la opción preferencial por los pobres. En este sentido, ¿cuál es la Iglesia que espera y sueña una mujer que, como tú, ha trabajado durante 45 años con las comunidades de base?

Creo que hay varios factores. En principio, uno no deja de confrontar el antes de la comunidad, en la época de los 70, 80, con lo que sucede ahora, en los 2000. Una cosa curiosa es que en la época de antes no había tanta ayuda, tanta tecnología, no había tantos recursos, sino que poníamos lo que teníamos como comunidades y como agentes de pastoral, y así los procesos se iban generando. Veníamos a las capacitaciones a la parroquia y cada quien traía su comida y la compartía; eso era hermoso y cada quien lo consideraba importante. Y comparo: ahora que uno tiene tantos recursos, tanta tecnología, tantas ayudas, la gente es como más apática. Por un lado, los laicos, yo lo atribuyo al temor, no quieren arriesgar. Hay mucho miedo también a que esa historia de represión, de muerte, de pérdida, se vuelva a dar. También pienso que hay falta de formación del papel que como laicos nos corresponde.


En segundo lugar, creemos que la Iglesia es el párroco y las cuatro paredes, cuando todos los documentos te vienen diciendo que la Iglesia es la comunidad de comunidades, interactuando, dinámica, somos todos, y tanto los laicos como los sacerdotes formamos una sociedad participativa. Creo que la falta de formación en los laicos es un aspecto, pero el otro es que el clero en la actualidad no quiere laicos despiertos –como diría Rutilio, quiere cristianos solo viendo para arriba, y no quiere esta Iglesia de comunidades–. También hay que reconocer que a nivel del clero también hay muchos miedos debido al pasado martirial. El temor impide que los sacerdotes se arriesguen, además, muchos de ellos –me atrevería a decir– no están por opción ni vocación, sino que lo ven como si fuera un empleo: la parroquia es como un empleo del que ellos van a vivir, y eso es triste decirlo. Se ha perdido el rumbo, se ha perdido la vocación y se han perdido los valores y principios a nivel pastoral; un cura no piensa que va a ser servidor, sino que piensa que va a ser servido.


La Iglesia también ha excluido mucho a la mujer, en particular a las religiosas. Y ellas históricamente han hecho un buen trabajo pastoral. Pero ahora tenemos un papa tan iluminador, tan animador, que tanto responde a la realidad, pero la Iglesia, que es tan papista, ahora no asume las orientaciones, toda la riqueza de las asambleas de escucha.


¿Qué iglesia espero yo? Espero esa Iglesia de comunidad que, desde lo pequeño, desde las familias, tenga valores, solidaridad, que comparta y genere comunidades de aprendizaje para producir cambios, que genere una transformación personal, familiar, comunitaria y social. Que dejen a los laicos trabajar, que escuchen, que también se preocupen por la formación y que sean servidores, que estén ahí para servir. Una Iglesia que ilumine, que responda a esta realidad, porque vivimos en una gran violencia ahora, antes era más pobreza, más pobreza social, estructural, económica; pero ahora vivimos un índice de violencias alarmantes, de todo tipo de violencias, corrupciones. Y esa denuncia es la voz profética que san Romero, y toda esta Iglesia martirial, hacían. Ahora es bien mediocre, pobre y tímida.

Creo que debemos hacer un equipo entre los laicos, el clero, las religiosas y los obispos, pero como que en esta orquesta actual cada quien está por su lado. Hace falta el cuerpo de esa pastoral de conjunto, articulada y con una brújula bien definida.


Pensando en el futuro, ¿en dónde radica la esperanza para ti, Dina?

La esperanza está en todos estos procesos (de aprendizaje, con las mujeres, hombres y jóvenes, de sanación, de acompañamiento) que, por pequeños que parezcan, son luz. Para mí, estos procesos vienen siendo oportunidades, aristas por las cuales entrar. Y como miramos en pastoral social, las transformaciones raras veces vienen de arriba, pueden surgir de en medio de la pirámide, pero son más fuertes desde abajo, donde está el pueblo, donde están los clamores.


También hay que incidir en la Iglesia y en las instituciones, en su rol, en los valores, en los principios, en ese trabajo de país, no de intereses partidarios o políticos, o personales, sino en ir levantando también esa voz de incidencia sobre el rol de cada uno en el logro del bien común. Luego, sí que hay que hacer un trabajo de liderazgo, pero con liderazgo –así como decimos en la Doctrina Social de la Iglesia–, con base en esos principios que apunten al bien común, no hacia grupos, ni hacia mayor polarización de las sociedades en las que estamos. Esos pequeños modelos, pienso yo, pueden servir de luz, pueden servir también para que sean replicables.


Entonces, la esperanza está ahí, y creo que es lo último que uno, a pesar de las circunstancias, debe mantener, promover y animar, porque es lo que tenemos.


¿Cómo miras a los jóvenes, qué papel van a desempeñar, o qué papel quisieras que desempeñaran en esta Iglesia que tiene que cambiar y que tiene que tomar en cuenta también a la juventud?

Ese también ha sido un tema de conversación, porque en la comunidad estamos incluidos todos. Ha habido un trabajo de pastoral juvenil en esta línea del cambio, de la dignidad, de la promoción humana, y eso es lo importante. Esta visión no desconoce que hubo un buen movimiento social en el que los jóvenes, por ejemplo, en una Universidad Nacional y en los institutos nacionales, pertenecían a movimientos sociales y dieron aportes grandísimos. Pero a la par de eso estudiaban, ayudaban en tareas del hogar; entonces, yo miro a jóvenes más integrales en esa época, con una visión, con una misión, con unos valores y con un aporte concreto. En la actualidad veo a la juventud un poco desconectada de esta realidad que tenemos, de esta realidad de violencia, exclusión y corrupción. Y bueno, también tenemos mucha tecnología y entonces como que eso los ha abrumado. Los siento desconectados, los siento también poco liderados: no hay liderazgo de la juventud.


Pienso que los jóvenes tienen un papel, pero la misma Iglesia los ha reducido a las pastorales juveniles; están reducidos a lo sacramental y no quieren empaparlos de la Doctrina Social de la Iglesia, de la pastoral social. A nivel de nuestra sociedad veo también que no tienen oportunidades; nuestro país no les está dando oportunidades de estudiar, capacitarse, formarse, trabajar. Entonces, eso incide en que las organizaciones como el narcotráfico, el crimen organizado y las pandillas se apoderen de los jóvenes y ellos están tomando caminos equivocados, eso veo. El abordaje del país es de violencia, y la violencia genera más violencia, las autoridades no quieren hacer un abordaje integral. Las instituciones, siento yo, no hemos tenido la capacidad de hacer ese abordaje integral y esa formación que se necesita.


También los grupos con los que trabajo me han dicho: “Bueno, ¿qué sabe la juventud de la Iglesia martirial, del padre Grande, de monseñor Romero?”; saben muy poco, y quieren saber muy poco. Creo que el encuentro intergeneracional ha sido bastante débil. Atribuyo gran parte de esto a la educación, pues no es como Paulo Freire señalaba, una educación liberadora, transformadora, crítica, que responda a la realidad. La educación se ha vuelto bastante comercial; solo en El Salvador hay más de cuarenta universidades que están vistas como un negocio, no como un espacio de formación. Si lo hablamos en términos de desarrollo humano, los jóvenes no son el centro del desarrollo humano, la persona humana no es el centro. Hay esfuerzos para trabajar con los jóvenes en prevención de violencia, las pastorales juveniles, la juventud del Frente, pero son esfuerzos –diría yo– bastante mediocres, bastante mediatizadores, y la tecnología ha mediatizado mucho a los jóvenes.

Itinerario verbal de Gabina Dubón

  • Felicidad: Gracia

  • Río: Ganancia de pescadores

  • Iglesia: Somos todas y todos.

  • Joven: Somos todos y todas y se lleva en el corazón y en el espíritu.

  • Tierra: La que nos conecta y nos da vida, nos da sanación y nos presta la casa para vivir.

  • Mujer: Soy yo, sos tú y muchas de las compañeras que vivimos situaciones muy parecidas.

  • Futuro: Esperanza

  • Paz: Empieza por mí misma para poder ser replicada; también es verdad, es justicia, es perdón y reconciliación.

  • El Salvador: Es muy hermoso porque nuestro patrono es el Salvador del Mundo, ¡imagínate tú! Entonces El Salvador es un país que tiene mucho que dar, mucho que aportar, mucho que aprender y mucho que saborear.

 

Agosto 2022

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