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  • Foto del escritor: Caminando hacia la Paz
    Caminando hacia la Paz
  • 12 feb
  • 5 Min. de lectura

Como una manera de sobresimplificar la realidad, afianzar identidades y establecer oposiciones excluyentes, la crianza de las personas suele estar plagada de concepciones binarias: bueno/malo; correcto/incorrecto; rico/pobre; indio/ladino; hombre/mujer. Sin temor a equivocarme, la más arraigada de esta manera de pensar es la que alude a la concepción binaria de género, base sobre la cual no solo hemos dejado de considerar, sino incluso hemos satanizado la existencia de otras múltiples identidades sexuales y de género que, desde una mirada despojada de prejuicios y estereotipos, no hacen sino enriquecer las dinámicas societales y culturales alrededor del mundo.


Pero hay otros binarismos que también nos están haciendo obviar diversidades, matices y gradaciones en numerosos ámbitos de la vida y campos disciplinarios. Me interesa subrayar, en estas líneas, la creencia generalizada alrededor de la paz como opuesta a la guerra, dado que, a mi juicio, se trata de una sobresimplificación que nos está impidiendo transformar de maneras más sostenibles y positivas el fenómeno de la violencia y la inseguridad.


Parte del problema es que el pensamiento dicotómico en torno a paz/guerra ha llegado incluso a operadores de instituciones y organizaciones en las que se diseñan intervenciones (llámense estas proyectos, programas o políticas públicas) en favor de la seguridad pública y ciudadana, que es como ultimadamente llegan a las y los ciudadanos de a pie las expresiones más concretas de eso que llamamos “vivir en paz”.


Preocupa que en el ámbito de la producción de más y mejor seguridad pareciera que los paradigmas de análisis han olvidado los valores, principios y concepciones metodológicas de la construcción de la paz, que no solo se refieren a realizaciones idílicas o “de buenas intenciones”, sino aluden a dinámicas concretas y, cada vez más basadas en evidencia científica, acerca de cómo prevenir la violencia y la delincuencia, mejorar relaciones disfuncionales y establecer mecanismos para el equilibrio de poder.  La consideración de que cabe hablar de paz solamente cuando hay una guerra es, entonces, una de las razones por las cuales abunda la creencia de que la seguridad solo se construye con más armas, cárceles, cámaras de vigilancia, efectivos policiales armados (sean estos cuerpos del orden público o policías privados), despliegue militar, amenazas y leyes de corte draconiano.




En otras palabras, la sobresimplificación binaria de las dinámicas de conflicto, violencia y paz hace que a menudo consideremos que enfoques, estrategias, metodologías y prácticas de construcción de paz sean valederas únicamente tras conflictos bélicos, obviando que desde los estudios de paz o irenología –esa relativamente novel disciplina científica– se considera, como postulado básico, que ‘paz’ no se opone a ‘guerra’, sino a ‘violencia’.


La guerra es, por supuesto, una de las principales y quizás más ominosas formas de violencia, pues en ella la fuerza destructora de esta se expresa en su máxima potencia y, lo que quizás es más lamentable –sobre todo porque desde hace siglos la humanidad ha tratado de poner límites a lo que se puede y no se puede hacer durante una guerra, lo que en tiempos modernos se conoce como derecho de guerra o, más recientemente, derecho internacional humanitario–, la violencia se generaliza hacia civiles, entre ellos, niños, niñas, mujeres, personas de la tercera edad y en situación de discapacidad, entre otros. También afecta a los animales y, en general, a la vida sobre la Tierra, lo cual no es poca cosa en estos momentos en donde nos enfrentamos a una crisis socioambiental sin precedentes en la historia de la humanidad.


Además, durante la guerra la violencia diversifica sus mecanismos de crueldad y no solo se traduce en número de muertos y heridos, sino también se expresa en forma de violaciones sexuales –principalmente contra niñas y mujeres–, dificultades extremas de acceso a alimentos y servicios básicos (electricidad, agua, saneamiento, servicios de salud), detenciones arbitrarias, tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, destrucción de inmuebles, desplazamientos masivos, entre otros. Al momento de escribir esto basta traer a la memoria visual las imágenes que nos llegan sobre el genocidio que Israel perpetra impunemente contra la población palestina, o rememorar declaraciones de ciudadanos ucranianos o sirios huyendo de sus ciudades, para reconocer la tragedia de profundas dimensiones humanas que implica una guerra, cualquier guerra.


Pero la concepción binaria sobre paz/guerra a la que aludo líneas arriba no solo incide en el hecho de que en numerosos espacios de toma de decisiones las políticas, programas y proyectos de seguridad tiendan a olvidarse del paradigma de construcción de paz. También incide en que no queramos analizar y abordar desde los lentes de construcción de paz otras formas de violencia que están a la orden del día y que son, a la postre, las que más dificultades cotidianas generan. Estos lentes implicarían ir a la raíz desde la que se produce la violencia, que es el interior del ser humano, donde yacen las emociones aflictivas: miedo, angustia, frustración, toda suerte de apegos (al dinero, el poder, lo ideológico, el “honor”, la religión), el odio y muy distintas formas y niveles de ira y enojo, entre otras.



La paz se basa en relaciones, es decir, se expresa a través de relaciones entre las personas y los colectivos, si no saludables y edificantes (paz positiva), al menos no destructivas ni agresivas (paz negativa). Si se analiza detenida, aunque no exhaustivamente, resultará fácil reconocer en nuestro diario vivir que las relaciones se tensan cuando en menor o mayor grado una emoción aflictiva aflora y oscurece, aunque sea levemente, nuestra manera de percibir al otro o la otra, base sobre la cual reaccionamos y establecemos nuestra conducta.



Esta dinámica tan íntima y cotidiana desencadena acontecimientos, pues las relaciones se expresan en una cadena sintagmática que va desenvolviéndose a lo largo de la vida y va sobreponiendo emociones, hechos y miradas infinitesimalmente.


Así las cosas, asumir lentes de construcción de paz para abordar los problemas de violencia que nos circundan (que van desde la violencia armada y la violencia criminal que producen constante inseguridad, hasta la violencia que proviene de un Estado autoritario, el racismo y otras violaciones a los derechos humanos, o la violencia contra las mujeres, las niñas y los niños) implicaría –además de apostarle más a los tradicionales métodos alternos de transformación de conflictos en espacios públicos (procesos de diálogo y negociación, entre los más relevantes) e instaurar con más decisión y voluntad política estrategias de prevención de violencia basadas en evidencia– ir a la raíz del corazón humano, que es donde se origina la inveterada costumbre de hacer uso de la fuerza para hacer valer nuestra propia posición.


Un rasgo de todo este sinsentido es que por lo general creemos que ese “hacer uso de la fuerza” se ejerce contra los demás, cuando en realidad, además de infligir daño a otros, estamos autoagrediéndonos, poniendo capas y capas de argumentaciones para evadir nuestros traumas más profundos (tanto individuales como colectivos) y evitar un camino que, aunque exponga nuestra fragilidad e, incluso, nuestras miserias, constituye el único camino para evitar el sufrimiento, tanto el propio como el de los demás.



Asumir una mirada más consecuente con la complejidad del fenómeno del conflicto, la violencia y la paz implicaría, entonces, dar cabida a un trabajo más serio sobre la salud mental, vista no solo como un privilegio de quienes pueden acudir a los limitadísimos espacios clínicos que existen para procurarla sino, sobre todo, valorando dinámicas psicosociales que nos recuerden el carácter gregario de nuestra condición humana. *Publicado originalmente en la Revista APG edición 147, abril de 2024.

 

Para Caminando hacia la Paz

Isabel Aguilar Umaña

Febrero 2025

  • Foto del escritor: Caminando hacia la Paz
    Caminando hacia la Paz
  • 20 mar 2024
  • 9 Min. de lectura

Comunidad Óscar Arnulfo Romero, COAR: 43 años de atención integral a niños, niñas, adolescentes y jóvenes salvadoreños sobrevivientes de situaciones de violencia


Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son más que un sueño plasmado en papel: son una guía para mejorar progresivamente las condiciones de vida de todas las personas y comunidades, en cualquier territorio del mundo. Entre ellos están el 16, de paz, justicia e instituciones sólidas, y el 17, de alianzas institucionales, con los cuales la Iglesia está profundamente vinculada y comprometida. En El Salvador, la Comunidad Óscar Arnulfo Romero, mejor conocida como COAR, es una de esas organizaciones que expresan su compromiso con el cumplimiento de las metas de los ODS desde la fe y la luz del Evangelio.


La obra —afiliada a la Arquidiócesis de San Salvador, encabezada actualmente por monseñor José Luis Escobar Alas, con el acompañamiento del Pbro. Edwin Enríquez, vicario episcopal de Promoción Humana de la Arquidiócesis, y con gran apoyo de la Iglesia católica de Estados Unidos de América—, comenzó su trasegar hacia la construcción de paz en 1980, cuando Ken Myers, sacerdote y misionero católico de Cleveland (EE. UU.), que servía en Zaragoza (El Salvador), fundó un recinto para acoger y atender a la niñez afectada por múltiples conflictos que ese mismo año detonaron la ‘guerra civil salvadoreña’ (1980-1992). Tal lugar, verdadero hogar para niños, niñas y adolescentes refugiados, provenientes de todas las regiones del país, recibió su nombre en honor a mmonseñor Óscar Arnulfo Romero, portavoz de las personas pobres, marginadas y vulnerables, asesinado ese mismo año por miembros del ejército, declarado mártir por la Iglesia, beatificado años después y canonizado en 2018.


Así pues, desde su fundación, ha estado al servicio de la infancia y la adolescencia, en particular cuando niñas, niños y adolescentes han vivido experiencias traumáticas que atentan contra su dignidad, y que les impiden ser agentes de cambio, tanto para ellos como para las comunidades. Eso lo logra no solo manteniendo el hogar original (COAR Children Village, COARCV; COAR Villa de los Niños y Niñas), el cual brinda una atención integral en las diferentes áreas de desarrollo humano, sino también gracias a las alianzas con otras instituciones fundamentales para apoyar a jóvenes externos al hogar para que puedan construir habilidades sociales y laborales; igualmente, con organizaciones privadas orientadas a la niñez (nacionales e internacionales), otras instancias o entidades de la Iglesia (salvadoreñas o de otros países) y actores públicos-gubernamentales. Por ejemplo, para proteger a niños, niñas o adolescentes que cuentan con medidas de cuidado alternativo o de restitución de sus derechos; para ofrecer becas de estudio para que los adolescentes y jóvenes que culminan sus bachilleratos puedan continuar su educación formal y desplegar, así, sus talentos, conocimientos y competencias; o para ayudar a jóvenes sin entornos familiares estables para que consoliden su proceso de independización al llegar a la adultez, entre otras acciones.


Marta Elizabeth Calderón es directora de COARCV, y nos cuenta que, aunque en estos 43 años las condiciones salvadoreñas han cambiado, el sentido de la organización ha permanecido, al dignificar vidas y transformar las historias de las personas acompañadas, promoviendo la reconciliación con ellas mismas, primero, para que luego puedan promover y realizar por sí mismas cambios positivos en sus entornos familiar, comunitario y social:


En 1992 se firmó el acuerdo de paz (se refiere a los Acuerdos de Chapultepec, firmados el 16 de enero de 1992 entre el Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, en el Castillo de Chapultepec, México). Entonces, muchos niños, niñas y adolescentes comenzaron a regresar a sus entornos familiares. Al llegar, se encontraron una sociedad compleja, herida, con profundo dolor por tantas pérdidas de la guerra y sin apoyo para su recuperación. Una sociedad con unas características distintas a las que habían dejado antes de marcharse: ya no con violencias por los enfrentamientos armados, pero sí con una violencia social difusa. A eso se sumaban las soledades, los vacíos, los miedos y las desconfianzas de los que retornaban, y las necesidades enormes de una familia y de una Iglesia que los acogiera. Llegaban a un entorno caracterizado por la injusticia, principal estrago de una guerra, y por el maltrato.


En su mayoría, esos niños y niñas no eran huérfanos por ausencia de padre y/o madre debido a su fallecimiento, sino en el sentido de que estos no eran responsables, no les garantizaban sus derechos y no les ofrecían una vida plena.


En ese contexto de dolor marcado, viviendo una historia de posguerra, los niños, niñas y adolescentes no tenían las condiciones de vida que necesitaban, apoyo para su recuperación, herramientas de crianza y ni el amor que les permitiera crecer para ser hombres y mujeres plenos en su desarrollo.


Por eso COAR se volcó en ser una familia para ellos y ellas, para que no perdieran esa base o núcleo de apoyo fundamental, para que construyeran valores de familia y para que tuvieran una vida con dignidad.


En los primeros años, las experiencias fueron duras, pero les dejaron grandes enseñanzas. Por ejemplo, además del hogar principal (la Villa, ubicada en el municipio de Zaragoza, departamento La Libertad), construyeron una red de viviendas donde convivían niños, niñas y/o adolescentes con personas adultas que los cuidaban y acompañaban, pero pronto vieron que algunos de quienes llevaban a sus hijos, hijas o familiares a cargo para que vivieran allí, debido a sus situaciones de extrema pobreza, muchas veces se desentendían, lo que motivó rediseñar el modelo de atención para involucrar más a las familias.


Por otra parte, también se evidenció la necesidad de una normativa de país que definiera los criterios para garantizar a la niñez y adolescencia el ejercicio de sus derechos, lo cual solo se logró en 2009, cuando se creó el Sistema Nacional de Protección Integral y la Ley de Protección Integral de la Niñez y Adolescencia (LEPINA, derogada en 2023). No obstante, poco después, pese a la existencia del marco legal, notaron que si bien algunos niños y niñas deseaban reintegrarse a sus familias, estas no tenían las condiciones para recibirlos o, peor aún, que al hacerlo los desatendían o maltrataban. De ahí que también comenzaron a pensar en la necesidad de trabajar para que las familias tuvieran la preparación no solo económica, sino integral, para acompañar el crecimiento de quienes eran atendidos.


De otro lado, el modelo de atención institucional se centró, al inicio, en la ‘formación del ser’, pero a medida que los niños y niñas crecían y se convertían en jóvenes, también requerían competencias para insertarse en el sistema económico, de ahí que poco a poco fueron fortaleciéndolo con una ‘formación del ser para el hacer’. Además, notaron que esos y esas adolescentes que llegaban a la juventud necesitaban también no sentirse abandonados a su suerte tras cumplir la mayoría de edad legal, requiriendo acompañamiento y formación para hacer realidad su proyecto de vida.


Así pues, poco a poco, las anécdotas y los testimonios difíciles, en voces de quienes recibían atención y protección, así como los aprendizajes de las personas que hacían parte de la Comunidad COAR, fueron enriqueciendo la propuesta metodológica identitaria, que tiene, en la actualidad, además de ese enfoque en el ser para el hacer a la luz del Evangelio, otras particularidades. Por una parte, que sean los mismos niños, niñas y adolescentes (de 0 a 17 años, especialmente, aunque también algunos jóvenes) los protagonistas de su propio desarrollo, propiciando sus habilidades de participación y dejando de lado estilos adultocentristas. Por otra, el involucramiento fuerte de las familias, las comunidades y los entornos sociales en los procesos de formación, acompañamiento y atención (primaria, secundaria y terciaria), por ejemplo, ofreciéndoles, de forma permanente, espacios de formación en ‘escuelas de padres y madres’. Por otra más, el diseño y desarrollo para cada niño, niña o adolescente, de un plan de acompañamiento personalizado desde una perspectiva integral, la cual incluye componentes de salud (medicina general y especializada, odontología, atención psicológica, nutrición), educación (formal, informal y para el trabajo y la vida), protección, ética, espiritualidad y comunicación participativa. Así lo describe Marta:


Cuando recibimos solicitudes de ayuda, lo que hacemos es analizar cada caso y hacer un plan de acompañamiento a la medida, que integre todas las áreas de desarrollo humano, no enfocándonos en la historia de esa persona, sino en el daño que en la actualidad está experimentando, evidenciando y expresando. Sí, retomamos su historia, pero la trabajamos para que ese humano, hijo de Dios, sane.


En ese plan incluimos la salud integral, educación formal, educación para desplegar habilidades laborales y educación informal para el desarrollo del ser. También tratamos de construir una ética personal en los niños, las niñas, las y los adolescentes que atendemos, que va más allá de los valores, pues estos son subjetivos, para incluir acuerdos innegociables orientados al bien común.


Además, ponemos mucha atención a la parte emocional, atendiendo los traumas, porque estamos convencidos de que si no se hace un proceso de recuperación, ese niño o esa niña no podrá enfocarse en su proyecto de vida.


De ahí que demos importancia a la espiritualidad, pues sea cual sea la filiación religiosa del niño, la niña o el o la adolescente, o sea que estén enojados con Dios por lo que les ha sucedido, consideramos que esa parte es significativa para ayudarles a reconstruir sus vidas. De ahí que lo hagamos desde los principios del Evangelio, pero respetando el credo de todas las personas, por ejemplo, algunos participan en oraciones ecuménicas.


Por otra parte, atendemos la relación de esa persona con su comunidad, y para eso, empleamos estrategias de comunicación participativa, como los círculos de diálogo y de reflexiones comunitarias, en las que se le garantice a ese niño, niña o adolescente su derecho a la participación y a la crítica constructiva. Por ejemplo, se les acompaña para que participen en campañas para promover el conocimiento y el respeto a los derechos de la niñez y la adolescencia (orientadas a los mismos niños, niñas y adolescentes, y a otras personas adultas); en encuentros regionales y actividades con las parroquias de sensibilización de la garantía de esos derechos; en campañas para sensibilizar sobre la garantía de los derechos de niños, niñas y adolescentes que están en tránsito en los países centroamericanos debido a procesos de migración irregular; en procesos formativos para la prevención de violencias en centros educativos; y en programas para que, mediante alianzas estratégicas (con universidades, por ejemplo), los jóvenes que terminan sus estudios de bachillerato tengan posibilidades para ingresar a la universidad o tengan acceso a empleos dignos.


Así, incidimos en sus vidas, para que sanen sus heridas emocionales y espirituales, desaprendan formas inadecuadas y aprendan otras más sanas para relacionarse con ellos mismos, con sus familias, la comunidad y la sociedad en general.


Desde hace más de 40 años, COAR es, pues, esperanza, oportunidades y conocimiento al servicio de la construcción de paz; una organización que gracias a muchas personas e instituciones amigas, y al acompañamiento y apoyo de la Arquidiócesis de San Salvador, ha escalado en su alcance gracias a que ha aprendido de sus experiencias y a que siempre tiene puesta su atención en los retos que depara el futuro. Por eso, Marta nos advierte sobre algunos retos que están afrontando, como lo son la falta de sensibilidad y los pensamientos radicales en cuanto a los procesos formativos hacia la niñez y la adolescencia que identifican en la sociedad salvadoreña actual; la poca priorización o el desinterés que se evidencia en la agenda de Estado para contribuir al desarrollo integral de los niños y las niñas, pues si bien hay discurso, de este no se pasa a la acción y a la inversión pública; y, de forma especial, la gravedad de las heridas emocionales y espirituales de la población atendida:


Cada vez es más profundo el dolor y el daño emocional; por lo tanto, los procesos de recuperación son más lentos y complejos. Esto nos sitúa ante enormes desafíos, especialmente tras la pandemia; por ejemplo, en el área educativa identificamos que hay muchos adolescentes que, por deficiencia en el acceso y garantía de sus derechos, no asistieron a la escuela en modalidad a distancia en esa época y que, incluso, actualmente están totalmente desescolarizados. Eso los afecta grandemente porque experimentan grados de frustración y exclusión muy altos.


También hemos visto que el sistema educativo formal no está preparado para atender esa ansiedad y frustración que traen al regresar a la escuela los niños, las niñas y jóvenes, especialmente los que atendemos, por sus condiciones de vulnerabilidad, y por eso, a veces, en vez de ayudarles, lo que hacen es que retrocedan en el proceso de recuperación del trauma. De ahí que debamos fortalecer el trabajo con las comunidades académicas y el sistema de protección.


Es mucho el camino recorrido en estos 43 años de funcionamiento, pero también, largo, dificultoso y lleno de retos, aquel por el que esperan avanzar muchas décadas más para contribuir no solo al logro de las metas de los ODS, sino, además, para cumplir con ese llamado que Jesús hace en el Evangelio: trabajar por la dignidad humana y la construcción del Reino, sin distinción alguna, abrazando a todos y todas… “Sanando corazones, dignificando vidas” como reza el lema que los mismos niños, niñas y adolescentes eligieron para la efeméride de esta entidad que forma parte de nuestra comunidad de práctica Caminando Hacia la Paz.

Para información complementaria, se recomienda consultar:

 

Textos: Gloria Londoño Monroy

Fotos: COAR

2023

  • Foto del escritor: Caminando hacia la Paz
    Caminando hacia la Paz
  • 5 oct 2023
  • 11 Min. de lectura

Un testimonio del Evangelio hecho carne y de optimismo transformador


“Y hablo de países y de esperanzas,

hablo por la vida, hablo por la nada,

hablo de cambiar ésta, nuestra casa,

de cambiarla, por cambiar, nomás.


¿Quién dijo que todo está perdido?

Yo vengo a ofrecer mi corazón”. Fito Páez


Las realidades sociales nos abarcan a todos los seres humanos; nos mojan, nos moldean, nos mueven, nos transforman a lo largo de nuestras vidas, de una u otra manera. Y el experimentar, el conocer o el darse de frente con esas realidades, que muchas veces van más allá de nuestro contexto cercano y de nuestra zona de comodidad, o nos hace comprometernos con la vida, o nos convierte en indiferencia hecha carne, en muro insalvable que frena la posibilidad de mejorar nuestras mismas condiciones de existencia y las de los demás seres que nos rodean. Optar por lo primero, siempre, desde la esperanza, desde la persistencia, desde el corazón, desde el respeto por la dignidad y la integridad con todas las personas, desde la corresponsabilidad con nuestra casa común, es lo que identifica a los y las caminantes de paz.


Siendo niño, el sacerdote costarricense Francisco Hernández Rojas –o mejor, el “Padre Chico”, como lo reconocemos con cariño (por cómo se le dice a los Franciscos en su país)– creció en un entorno que más que una familia formada por padres y ocho hijos (tres mujeres y cuatro hombres), era un micromundo de intercambio constante de ideas diversas e, incluso, opuestas, sobre situaciones políticas y comunitarias lejanas y próximas, y sobre alternativas o estrategias para modificar aquello que se veía como injusto e inhumano; nació en 1956, año de guerra fría, pruebas de bombas nucleares, independencias no necesariamente pacíficas entre territorios, enfrentamientos entre el capitalismo y el comunismo… múltiples asuntos problemáticos que se volvían agenda de conversación constante e inevitable en su hogar. Y tal vez por eso aprendió que esa pluralidad de visiones, posiciones y propuestas, en lugar de dar paso al conflicto, podía llegar a ser una gran posibilidad para dialogar y compartir, descubrir, crear y trascender en el paso por este mundo, ayudando a los demás.


Recuerda Chico que en su hogar (en Cartago, ciudad natal) era normal escuchar y hablar con frecuencia de filosofía desde los planteamientos de Platón o de otros pensadores clásicos o más contemporáneos, de marxismo o capitalismo, de la caridad desde los principios de los franciscanos o de la contemplación desde los capuchinos… y ese popurrí maravilloso “te hace crecer con una cabeza muy abierta, escuchando diversas formas de pensar y, al mismo tiempo, reconociendo que somos distintos en los esquemas”, y añade: “éramos totalmente diversos en el mundo de las ideas, pero totalmente unidos en el mundo de la familia; pese a que había diferencias, estábamos por encima de esas ideas, defensas y convicciones particulares. Eso, de alguna manera, te ayuda a ir gestando el reconocimiento del valor de las otras personas”.


En él, tal reconocimiento se fue agrandando y consolidando a medida que crecía, al igual que sus inquietudes sociales. En gran parte, como él afirma, por su pasión por diferentes artes –“sobre todo teóricamente, porque no tengo ninguna facultad artística”, confiesa con humor–, lo que considera que da pie a tener una sensibilidad social especial por los otros seres humanos y por lo que expresan. En parte, además, por su gusto por el cine de la época, que no en pocas películas reflejaba las consecuencias de las guerras mundiales, lo cual lo acercó, casi sin darse cuenta, a la Doctrina Social de la Iglesia. En parte, también, por su llegada a la Universidad de Costa Rica, donde cursó cuatro años de ingeniería civil y otros de filosofía. Todo ello, entonces, determinó su vocación y su camino, pues pese a lo previsto, tomó nuevos rumbos para asumir un compromiso más activo con aquellas situaciones de injusticia que percibía y que no le eran indiferentes, comprometiéndose con el sacerdocio:

Esa confluencia empezó a darme cierta inclinación hacia algo que yo andaba buscando, y era encontrar cómo lograr una simbiosis entre ese mundo vinculado a la búsqueda de la justicia social, y una experiencia de fe propia. Entro, entonces, al Seminario Mayor, y empiezo a enlazarme, aún más, a la proclama de la equidad, la justicia, los derechos humanos, especialmente participando en la Pastoral Social, todavía siendo seminarista.


Pero si algo lo llevó a abrir la puerta, y salir a caminar por la paz, sin duda, piensa él, fueron algunos hechos claves que le hicieron cuestionarse sobre cómo vivir su vocación: estudiar Pacem In Terris, sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad; conocer personalmente a S.S. Juan XXIII, autor de dicha carta encíclica, y constatar la coherencia entre su estilo de vida y sus palabras; asistir al Segundo Encuentro Latinoamericano y del Caribe de Derechos Humanos, organizado por el Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (CELAM), donde hizo presencia Luis Pérez Aguirre, “Perico, un gran maestro” (jesuita promotor y defensor de los derechos humanos), y acercarse a las posturas de la Teología de la Liberación desde la visión latinoamericana.


Yo me ordeno sacerdote en 1984; aún era estudiante de Filosofía en la Universidad de Costa Rica. Por eso, el arzobispo me envía allí a ejercer la Pastoral Juvenil, desde la parroquia universitaria. Tiempo después, surge la posibilidad de viajar a Lima a estudiar Teología Latinoamericana, y ahí me acerco a la Liberación, gracias al padre Gustavo Gutiérrez Merino Díaz. Yo había leído su obra en el seminario, pero tuve la fortuna de ser su alumno […].

Al regresar, me designan director, en la Arquidiócesis de San José, de la Pastoral Social-Cáritas; ahí estuve hasta el año 95. Después pasé a ser el secretario ejecutivo de la Pastoral Social Cáritas de la Conferencia Episcopal, hasta el 99, cuando el arzobispo me comunicó que había sido designado por el CELAM como Secretario Ejecutivo del Departamento de Pastoral Social; feliz memoria, porque hoy ya no existen los departamentos en el Consejo Episcopal. Allí continué la obra de otro gran maestro, como es el padre Leonidas Ortíz, compañero, hermano y amigo maravilloso […].


Todo eso, entonces, empieza a inclinarme hacia los derechos humanos desde una dinámica transversal (será después Juan Pablo II el que nos dirá que es ése el eje vertebrador de la pastoral social) y a acercarme a esas tres grandes autopistas del magisterio social, especialmente a las dos primeras (que eran de las que se hablaba a finales de los 70): la relación trabajo-capital, los derechos humanos vinculados al concepto de desarrollo, y la relación con la ecología y el medio ambiente. Todo ello, iluminado desde textos como Pacem In Terris –promulgado por Juan XXIII, 1963–, Gaudium Et Spes –por el Papa Pablo VI, 1965– y, ya, más recientemente, Laudato si' –sobre el cuidado de la casa común, del Papa Francisco, 2015–.


La búsqueda de la defensa y la comprensión integral de los derechos humanos guio su paso por el Secretariado del Departamento de Pastoral Social del CELAM (1999-2003), y más adelante, su desempeño como Coordinador Regional de Cáritas de América Latina y El Caribe, servicio que le fue comunicado por el actual cardenal de la Ciudad de México, Carlos Aguiar Retes, por aquel entonces secretario general del Consejo.


Su vida en Costa Rica, primero, y después ese ministerio en el Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño (entre 2003 hasta 2007, en una primera etapa, y luego entre 2011 y 2023, en la segunda), fue, pues, lo que le permitió permearse, ver en vivo y en directo, convivir y acercarse a las realidades y problemáticas disímiles de nuestra región.


En 2007, el arzobispo de mi país me pidió regresar para sustituir al padre director del Instituto de Formación en Doctrina Social de la Iglesia, Escuela Social Juan XXIII, en mi país, pues desde allí se hacía un trabajo fundamental con organizaciones de trabajadores y con el sector empresarial, desde los principios del Evangelio y de las teorías de la Responsabilidad Social Empresarial. Pero en 2011 regreso al Secretariado, siempre en coordinación y comunión con el CELAM y el CEBITEPAL, hasta el 30 de junio del 2023.


Es, pues, esa larga experiencia lo que le ha permitido enfrentarse a grandes retos de la Iglesia. Entre ellos, las dos últimas reestructuraciones del CELAM; el desarrollo de la Fase Continental del Sínodo (tiempo de escucha y discernimiento de todo el Pueblo de Dios y de todas las diócesis que conduce a una serie de asambleas regionales, para seguir construyendo la Iglesia sinodal en comunión, participación y misión), aún en desarrollo; el dilucidar, orientar y poner en práctica una Coordinación General que, desde las bases de la Iglesia, introyecte y ponga en práctica el principio fundamental de Pastoral Social, la dignidad de la persona, desde una postura crítica y constructiva.


Así mismo, esa perspectiva al servicio en Latinoamérica y el Caribe es lo que le ha permitido compartir el sendero del compromiso y el activismo transformador con grandes caminantes de paz, como lo son monseñor Héctor Fabio Henao, el mismo Luis «Perico» Pérez Aguirre, o sus compañeros y compañeras de Cáritas y el CELAM, entre muchos otros, para aportar, con ellos y ellas, a la transformación de heridas y circunstancias complejas que tienen que ver, entre otros asuntos, con las dinámicas de las nuevas economías en el marco del desarrollo humano integral y de las construcciones de la paz; los procesos de reconciliación en países como Guatemala, El Salvador o Colombia; la formación de laicos y religiosos comprometidos con una pastoral viva y en ejercicio; con el diseño y puesta en marcha de estrategias para la atención a las personas que viven tipos variados de violencias.


De ahí que su memoria sea una caja repleta de recuerdos que son valiosas enseñanzas para quienes escuchamos sus anécdotas:


Han sido muchas… Quiero recordar, por ejemplo, la lucha pacífica de unas comunidades de la zona Brunca, en el Pacífico sur de Costa Rica, que, lideradas por una mujer maravillosa, Pilar Ureña, lograron hacer frente y detener la penetración de una empresa que quería explotar la fuerza hidráulica en nuestros ríos; fue una linda y una hermosa articulación para ganar una primera batalla para frenar ese tipo de violencia contra nuestra casa común. Y gracias al poder de la organización, a la articulación comunitaria pensando en el bien de todos y todas, se ganó.


También me acuerdo del poder de participación y organización de un grupo de campesinos, pequeños caficultores, también en mi país, que se unieron para competir con grandes productores, pero defendiendo un cultivo ecológico, amigable con el ambiente. Prefirieron, por ejemplo, sacrificar y arrancar sus sembrados y perder la cosecha para limpiar y sanar la tierra… Trabajamos con ellos y hoy son una gran cooperativa exportadora de café orgánico a Europa; un caso testimonial, sobre todo por insertarse en la economía desde una producción en equilibrio con la naturaleza y caracterizada por la ayuda mutua […].


Valoro, además, experiencias al activar la vida sacramental, no necesariamente desde el templo, obviamente lugar privilegiado, sino desde otros lugares en los que podemos llevar y vivir la Palabra, como lo son las calles, las plazas, los mercados, las fábricas. O los Foros Sociales Mundiales, donde compartimos con diversas organizaciones de economía solidaria y economía popular; las Ferias Mundiales de Economía Solidaria, los encuentros de memoria histórica en diversos países, o las experiencias que buscan transformar la educación desde dinámicas de formación popular […].


En todas entendí lo que es realmente ‘vivir en abundancia’, y que el desarrollo social y humano es una dinámica muy distinta, desde una economía neoclásica, pues es más que un intercambio de bienes: lo es de valores… Por eso, deberíamos defender la economía del don.


Finalmente, de forma muy especial, una experiencia con una comunidad que considerábamos ‘muy pobre’, en la Amazonía. Les pregunté, desde el modelo que yo tenía en mi cabezota sobre lo que es la pobreza, qué consideraban que era ser pobre. Y la respuesta me sorprendió: ‘Aquí no hay pobres, porque todos vivimos en comunidad’… en sus palabras, me explicaron que en comunidad se protegían, se asumían, se sentían amados, se sentían valorados, se recreaban… No recuerdo haber padecido ahí hambre; en cambio, sí, los espacios y momentos de intercambio, de caminar con ellos, de conocer sus procesos formativos. Yo recuerdo que desde el seminario yo rezaba cada noche el Cántico de Simeón (Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación…) pero cuando terminé de vivir esa experiencia, fue cuando me convencí de que ahí, en ese lugar, con toda su limitación, había visto realmente al Señor asumido y seguido en una comunidad; antes no tenía conciencia de que una comunidad viviera el Evangelio y fuera un testigo para mí de la Salvación en sentido comunitario, pero ahí lo vi tangible.


En fin… son muchos los momentos donde he podido dimensionar a ese Jesús servidor, a ese Jesús rey, a ese Jesús profeta, con ese Jesús que se celebra. Donde me he topado con la fuerza de su Palabra; todos han sido muy significativos.


Y es por esa fuerza que no pierde la esperanza de superar obstáculos que dificultan la edificación de la paz, como lo son, para él, los modelos de desarrollo humano y sociales que privilegian estilos de vida, “absolutamente violentos porque promueven una cultura de la indiferencia y la inequidad”, como lo explica. Del mismo modo, los desafíos que conllevan los modelos económicos que van en contra de la solidaridad, del bien común, de la sostenibilidad social y ambiental, y de los derechos humanos económicos y culturales.


Para Chico, también son piedras y derrumbes en el camino los modelos educativos que solo buscan preparar a los seres humanos para aportar a esos modos económicos dañinos, que solo enriquecen a unos y empobrecen a la mayoría, al basarse solo en el desarrollo de ‘competencias’, de habilidades para el hacer, descuidando el ser individual y el ser en comunidad, y al tratar de homologar y globalizar las culturas, acabando con quien piensa diferente, con quien es culturalmente opuesto y con el valor de lo local. Por eso, defiende la propuesta del Pacto Educativo Global que hizo el Papa Francisco, en 2020, pues para él “es una opción fantástica para ver si podemos considerar al ser humano como sujeto de su propio destino y desarrollo, no como un depósito en el que hay que meter una serie de conocimientos que favorece a un determinado modelo de sociedad, sino un ser con compromiso social y ambiental”.


Además, se preocupa por esas miradas y juicios que, incluso desde la misma Iglesia, no promueven la equidad de todas las personas, no solo de hombres y mujeres, sino también de quienes se consideran de otros géneros, pues defiende férreamente que “como personas, son sujetos de derechos, y por eso tenemos que reconocerlos desde la igualdad, la equidad y la dignidad, dentro del desarrollo social, pues la vida está por encima de las ideas y de las doctrinas, y porque todos y todas somos hijos amados por Dios”, afirma.


Nos advierte, igualmente, sobre los peligros que acechan a la paz y la democracia, pues ve tanto en las derechas, como en las izquierdas actuales (de las que se siente decepcionado), propuestas radicales, acciones e ideologías que nada tienen que ver con el sentido y el compromiso con lo social; partidos y gobiernos que más que unir, dividen, sin un corpus de ideas que lleven a la concertación social, por eso clama por la organización y cohesión comunitaria y la participación de la sociedad civil, como forma organizativa.


Finalmente, se preocupa por los fenómenos migratorios, en especial por aquellos que se producen debido a razones ambientales, los menos atendidos, además de aquellos ocasionados por los conflictos y la pobreza. Por eso, sugiere, es necesario promover la dignidad humana en armonía con los territorios y con el medio ambiente.


El Padre Chico anima a quienes a veces nos sentimos cansados, impotentes y paralizados con esas y otras situaciones de profunda injusticia, desarticulación social e indiferencia, pues “por lo que he vivido en estos años, palmo a palmo, codo a codo junto a comunidades sencillas, en lugares sencillos, con profundas dificultades, puedo afirmar que sí es posible transformar el mundo, hacer todo lo contrario a las violencias, construir una paz viva protegiendo los derechos humanos y del planeta”.


Por eso, el Padre Chico es un caminante de paz a seguir, a quien agradecemos sus muchos años de entrega a su país y a nuestra región, pues es ejemplo de compromiso con la vida, Evangelio hecho carne y ejemplo de optimismo y servicio transformador: “¿Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón?” (nos canta con una enorme y franca sonrisa). “La paz, pese a los enormes problemas, es posible. Solo sigamos ofreciendo el corazón en esos procesos comunitarios, en esas redes de comunión y de solidaridad”, nos deja como reflexión el gran caminante de paz Pbro. Francisco (“Chico”) Hernández Rojas.


Para más información, consultar: CELAM (2023). Video Rostros y Voces: Pbro. Francisco Hernández, balance de su gestión en Cáritas Latinoamérica. https://www.youtube.com/watch?v=eS1Vx9rpEuo

 

Textos: Gloria Londoño Monroy

2023

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