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Caminante de paz: Jorge Atilano González, SJ

Asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús

 

“Caminante, son tus huellas, el camino y nada más. Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar. Al andar se hace el camino, y al volver la vista atrás,

se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.” Antonio Machado

 

Jorge Atilano González Candia, sacerdote jesuita, bien sabe lo que es ser Caminante de la Paz. Y bien sabe que, aunque no se pueda volver a pisar con exactitud la misma senda, hay que volver sobre los pasos con frecuencia, para que lo aprendido en el trayecto haga más firme las nuevas pisadas, para que el camino se construya en la dirección correcta y para evitar desviaciones en el rumbo elegido.


Tal vez por eso, porque sus memorias, experiencias, lucubraciones, reflexiones y observaciones son el equipaje que día a día carga consigo, este mexicano habla siempre en presente. Y con un volumen de voz suave y un hablar lento y meditado, cuenta que el haber sido enviado a Centroamérica, tras el huracán Mitch, fue, como aquel ciclón, uno de esos poderosos momentos en la vida que lleva a replantearse la propia dirección, al conocer y vivir de cerca violencias que antes ni imaginaba.


“Nazco en Huatusco, Veracruz; soy el tercero en una familia de cinco hijos hombres y una mujer, con mi padre, comerciante de muebles, y mi madre, dedicada al hogar. Me vinculo a la Compañía de Jesús al salir de la preparatoria (educación media), con 19 años, en 1991, con el deseo de ayudar de forma integral a la gente pobre, tanto en lo espiritual como en lo material, tal vez motivado por la alegría que siento con el servicio a los demás. En 1999, llego a El Progreso (municipio del departamento de Yoro), en Honduras, para apoyar la reconstrucción y construcción de viviendas. Allí conozco una realidad ajena para mí: la de la violencia de las maras […] y es cuando siento un primer llamado por la paz, tal vez más centrado en el trabajo con los jóvenes”, nos dice.


Al regresar de Honduras, profundamente dolido y desconcertado con tantas irracionales, dolorosas y diversas manifestaciones de las violencias, comienza a trabajar con adolescentes expandilleros, universitarios y grafiteros), en experiencias esperanzadoras y sanadoras. En 2004, se ordena sacerdote y se centra en la orientación y el acompañamiento a jóvenes con inquietud vocacional. Y en 2010 descubre por primera vez la llegada de la niebla de las violencias que, como un telón opaco y lúgubre, empieza a invadir la vida comunitaria en diversas regiones de su propio país; niebla que, cuando menos se piensa, se vuelve tan espesa que impide ver a los demás; tan densa, que desorienta e impide visualizar las señales del camino; tan cotidiana que se asume como normal o, peor aún, ya ni se percibe.


“Conozco por ese entonces un pueblo de México llamado Tancítaro (en Michoacán de Ocampo, al occidente del país), que tiene un poquito más de 30,000 habitantes; del 2006 al 2013, hay allí alrededor de 3,000 asesinatos o desaparecidos. Eso, sumado a mi vivencia en Honduras, me sacude. Por esa época, en unos ejercicios espirituales siento un llamado a echar las redes al otro lado; ese otro lado era la realidad de violencia para emprender un camino más decidido y directo para la construcción de paz”, recuerda.


Principia, entonces, a repensar lo vivido, a recordar las huellas, a observar, interpretar y analizar su entorno con tranquilidad pero de forma profunda y holística, descubriendo que todos los jóvenes y, en general, todas las personas, sin importar el lugar que habiten o la época en la que vivan, buscan perennemente sentir que pertenecen a una comunidad; que hacen parte de un núcleo familiar y de un grupo social, y que tienen reconocimiento y apoyo en ese entorno colectivo: algunos, como los maras, lo hacen por medio de los asesinatos y las armas; otros, como los grafiteros, por medio del arte y la pintura transgresora. Reconoce, pues, que como factor común en situaciones de violencia está el individualismo, el sentimiento de soledad, de no pertenencia o de desconexión con la comunidad.


“Cierro mi periodo en las vocaciones y digo: pues lo primero que hay que hacer es estudiar para saber qué está pasando. Así que fui a ver y a platicar con amigos que habían pertenecido a las maras y que habían migrado hacia Estados Unidos. Encontré que la mayoría estaba bien. Al indagar por qué, identifiqué unos factores que les estaban ayudando. El primero, se habían incorporado a una familia. El segundo, tenían un empleo y se sentían útiles para ellos y para sus familias. El tercero, habían resignificado su historia; ya no se reconocían como expandilleros, sino como el padre de familia, el esposo, el trabajador, el vecino, cambiando sus antiguas narrativas. Y el cuarto, reconocían cómo Dios había aparecido en su vida, dándoles la valía de sentirse dignos”.


Así, este caminante de la paz comenzó a echar en su equipaje esas lecciones y otros factores que le han ayudado a edificar su propia vida, como el haber nacido en un pueblo religioso, con vida activa vecinal y comunitaria, donde el encuentro era permanente (por ejemplo, en la celebración de las posadas navideñas, entre el 16 y el 24 de diciembre, o durante las fiestas de la Virgen de Guadalupe). Además, el crecer en un barrio y una familia donde la palabra y el diálogo son pilares esenciales para mantenerse unidos, fue abono para “echar raíces con firmeza”, como él mismo resalta.


“De niño, me gustaba mucho ir a la casa de mi abuela y ver a mis tíos y tías platicando. Eran muy platicadores; siempre las sobremesas eran largas. Allí compartíamos, y con mis hermanos, mi hermana, mis primos y primas escuchábamos las historias sobre nuestro origen, quiénes somos, cómo eran los bisabuelos y las bisabuelas, cómo era el lugar que habitábamos”. La convivencia y la conversación eran esenciales para construir y sentir lo que él llama “armonía”, palabra que utiliza como sinónimo de paz.


Y es que para el padre Jorge Atilano la paz tiene que ver con la armonía con uno mismo y con todo, con la persona y la creación, con la propia historia y con Dios, con el relacionamiento consigo mismo, con las personas y la naturaleza que rodea a cada ser; con “lo que acá en México hemos llamado el horizonte del buen convivir”.


Armonía que –según Jorge Atilano– se ha perdido, ocasionando lo que se conoce como violencia, un fenómeno complejo, multicausal, multiexpresivo, cada vez con alcance más global que “no se puede seguir observando con unos lentes de visión positivista”, pues limitar la interpretación de la dimensión del problema a las cifras de homicidios, desaparecidos o víctimas es, según su opinión, tener una lectura superficial. Por eso propone, más bien, analizar cómo se comprende hoy el desarrollo social y humano, repesarlo y redefinirlo, porque considera que el asumirlo de forma errónea ha incidido en la individualización de las personas, volviéndolas competitivas y solitarias, separándolas de su propio origen, de su entorno, su raíz y comunidad.


“Esa desconexión de las personas va generando locuras, locuras cometidas por alguien que se siente herido por la soledad, por quien busca ser reconocido como miembro de una comunidad por medio del deseo de poder y de fama, y no por medio de la amistad. El mundo cada vez se va haciendo más ‘desarrollado’, pero cada vez se siente más solo”.


Por eso mismo, este sacerdote dejó su cargo como director de Vocaciones Jesuitas y se dedicó a construir paz desde el Centro de Investigación y Acción Social por la Paz (CIAS por la paz), obra social de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús, entre 2015-2020, donde tuvo la oportunidad de retornar a Tancítaro y comprobar que el rehacer el tejido familiar y comunitario mediante el diálogo, el encuentro, los rituales culturales, religiosos y colectivos, funciona como estrategia para construir armonía:

“Ver un pueblo herido por el narcotráfico que toma en sus manos la responsabilidad de construir la paz, que lo hace unido, que vincula a campesinos y campesinas, sacerdotes, religiosas, maestros y maestras, estudiantes, funcionarios y funcionarias municipales, policías. Ver que la misma ciudadanía se pone de acuerdo para definir cómo crear seguridad, cómo hacer procesos de reconstrucción del tejido social. Verlos caminando juntos llevando sus símbolos de identidad, como lo son las imágenes religiosas y celebrando el día de la comunidad cada 16 de noviembre. Ver reunidos a hombres y a mujeres que se sienten comunidad, en comunión, personas de todas las edades en un objetivo común. Eso no solo es gratificante, sino que nos da muchas pistas significativas para entender que la solución a las violencias pasa por hacer juntos, con otros y otras, acciones comunes y simultáneas en el mismo territorio, que generen transformaciones culturales, individuales y grupales”

Por eso, durante su camino comparte con otros caminantes los tesoros que guarda consigo en su equipaje, sus reflexiones y su mayor aprendizaje: “ante todo, se necesita comprender qué está pasando, tener un buen diagnóstico permite tener propuestas más asertivas. Por ejemplo, en México, se debilitaron las narrativas comunitarias, se debilitó el vínculo social y se debilitaron las instituciones, y eso ha llevado a que los individuos se sientan desconectados, a que pierdan el sentido del límite, a que les cueste autorregular su propia libertad. Esto porque estamos en un sistema complejo que favorece la individualidad, donde todo lo que la promueva es aplaudido, y donde todo lo que lleva a poner límites, a regular comportamientos, es mal visto. Estamos en un paradigma liberal que ha priorizado el desarrollo exclusivamente individual y económico, lo que está generando destrozos... Y mientras no transformemos ese principio organizador de la sociedad por otro que se base en el cuidado de la vida, de la dimensión sagrada de la vida, desde la diversidad y la comunidad, no se podrá tener condiciones para la armonía y la paz”.


Así pues, el Caminante de la Paz al que rendimos homenaje en este boletín de nuestra Comunidad de Práctica es Jorge Atilano González Candia, sacerdote jesuita, quien bien sabe que, con compromiso real, con acciones caviladas e inspiradas en los aprendizajes, “se hace camino al andar”.

Jorge Atilano González Candía, S.J. es profesional en Filosofía y Ciencias Sociales del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, ITESO, teólogo de la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México, y magíster en Ética Social y Desarrollo Humano en la Universidad Alberto Hurtado de Chile. Desde 2020 es asistente del Sector Social del Gobierno de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús en México. También ha sido director de las Vocaciones Jesuitas, cofundador del Centro de Investigación y Acción Social por la Paz (CIAS POR LA PAZ, obra social de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús) y corresponsable de dicho centro entre 2015-2020.


Tiene investigaciones en casos exitosos en participación ciudadana, estrategias de políticas públicas de seguridad desde el enfoque comunitario, consecuencias de la pandemia reciente sobre el tejido social y procesos de reconstrucción en entornos urbanos, semiurbanos, campesinos e indígenas.


Coautor de los libros Reconstrucción del tejido social: una apuesta por la paz, Un camino para la paz: experiencias y desafíos en la reconstrucción del tejido social; Policía municipal y organización comunitaria: un desafío para la paz, y autor de varios artículos sobre asuntos concernientes a la construcción de la paz.

 

Agosto 2022

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